Los dispares líderes se han visto las caras por primera vez desde el regreso del republicano a la Casa Blanca Leer Los dispares líderes se han visto las caras por primera vez desde el regreso del republicano a la Casa Blanca Leer
Donald Trump y Xi Jinping representan dos formas radicalmente distintas de ejercer el poder. El presidente estadounidense mide su relación con el mundo en efectos inmediatos y en la teatralización de la fuerza, sin disimular las pretensiones de que todo el tablero geopolítico se mueva al ritmo de su voluntad. El presidente chino, en contraste, es mucho más frío. No deja nada a la improvisación. Cada gesto, cada silencio, está calculado. Es un velocista de fondo que nunca cede ante la urgencia del momento, sino que siempre mira a largo plazo consciente que se ha coronado como el presidente vitalicio de un régimen muy paciente.
Los dos hombres más poderosos del planeta se han visto las caras este jueves por primera vez desde el regreso de Trump a la Casa Blanca. El escenario neutral elegido fue una base aérea cerca de Busan, la segunda ciudad más grande de Corea del Sur.
Trump (79 años), quien siempre tira de la química entre líderes para desbloquear las negociaciones, nunca ha escatimado en elogios en público hacia su homólogo chino. Lo que Xi (72 años) piense del republicano es indescifrable. El líder chino lleva más de 10 años sin conceder una entrevista. Tampoco ofrece ruedas de prensa. En sus pregones no hay espacio para la impulsividad de la que hace gala su homólogo estadounidense.
Mientras que el presidente de EEUU tiene la lengua muy suelta, sobre todo a diario delante de las cámaras, al líder supremo de China únicamente regala solemnes discursos, repetitivos muchas veces en ideas, y que se proyectan en bucle en los canales de propaganda de su país, donde no se permite que nadie cuestione su autoridad. Mientras que uno utiliza como megáfono personal su propia red social, Truth Social, el otro tiene al Diario del Pueblo, el periódico que cumple la función de portavoz del Partido Comunista.
Durante el primer mandato de Trump (2017-2021), a pesar de la aparente buena sintonía y cariñosas palabras durante sus encuentros, ambos llevaron a sus países hacia una confrontación estratégica de largo alcance. Se conocieron en abril de 2017, en la lujosa residencia de Trump de Mar-a-Lago, en Florida. El republicano no quiso recibir a su invitado en un escenario institucional como la Casa Blanca, sino dentro de su imperio personal.
Trump llegó a decir que Xi era «probablemente el líder más poderoso que ha tenido China en cien años» y que entre ambos había una «gran química». Durante bastante tiempo, el tono amistoso se mantuvo, con intercambios epistolares que Trump llegó a calificar en público como «cartas de amor». Pero el bromance duró hasta que el estadounidense lanzó en 2018 su guerra comercial contra China, a la que acusaba de beneficiarse de robos de propiedad intelectual, manipulación de divisas y de un déficit comercial crónico. Pekín interpretó esta ofensiva como un intento de Washington de frenar el desarrollismo chino, por lo que no se dejó intimidar y entró en el juego del ojo por ojo con un continuo intercambio de golpes arancelarios.
Ambos líderes intentaron reconducir de nuevo la relación en varias cumbres que coincidieron, sobre todo en la del G-20 de Osaka de 2019. Pero la pandemia precipitó una ruptura más amplia con Trump haciendo continuas alusiones al «virus chino» y alimentando la teoría de que el Covid se había creado en un laboratorio de Wuhan. A esto se sumaba su cruzada contra la expansión de la red 5-G del gigante chino Huawei. Luego llegó el demócrata Joe Biden a la Casa Blanca, estirando una rivalidad más dura con China que provocaba muchos ecos de una nueva Guerra Fría.
Las relaciones entre las dos economías más grandes del mundo se encontraban en un punto crítico cuando Trump asumió por segunda vez la presidencia. La nueva guerra comercial global del estadounidense no ayudó a calmar las tensiones. China, de nuevo, aguantó el pulso y retomó el viejo juego del ojo por ojo. Si uno cerraba el paso de los chips para reprimir el desarrollo tecnológico de su rival, el otro respondía bloqueando los minerales imprescindibles para fabricar estos chips. Si uno lanzaba una cuchillada milimétrica en forma de aranceles, el otro contratacaba de la misma manera.
Para apagar muchos fuegos entre las dos superpotencias, los líderes, tras conversar tres veces por teléfono este año, quedaron en reencontrarse cara a cara en Corea del Sur, aprovechando que ambos estaban invitados a una cumbre regional, el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC). Trump llega crecido tras ser cortejado en sus anteriores paradas de la gira asiática, en Malasia y en Japón. En la primera pudo colgarse otra medalla en su presentación como pacificador global después de presidir una ceremonia de paz entre Tailandia y Camboya, dos vecinos que en verano protagonizaron un choque militar en su frontera.
«Esta es una de las ocho guerras que mi administración ha terminado en tan solo ocho meses», presumió Trump. El estadounidense ha demostrado que su país continúa aferrado a la hegemonía como el principal árbitro de los conflictos globales, mientras que China ha tratado de potenciar su papel como mediador en varios frentes, pero prácticamente sin ningún resultado salvo cuando logró hace un par de años la reconciliación de Irán y Arabia Saudí. Tanto en Ucrania como en Gaza, los diplomáticos de Pekín defendieron que podían ser útiles para lograr acuerdos de paz. Pero todo se quedó en buenas (o simuladas) intenciones.
En la guerra de Ucrania, Xi Jinping está atado a la alianza estratégica con el invasor Vladimir Putin. Una «amistad sin límites», como ambos autócratas han descrito, que Trump trató sin éxito de al menos agrietar con su acercamiento inicial al líder ruso.
Otro punto que lleva un tiempo alejado de la frenética actualidad mediática es Taiwan, la isla autogobernada que China reclama como parte de su territorio. Trump ha dicho públicamente que Xi se comprometió a que Pekín no invadiría Taiwan «mientras él fuera presidente». De lo que el republicano no se ha pronunciado, a diferencia de su antecesor, es si defenderá militarmente a la Taipei en caso de un ataque del ejército chino.
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