En un plano mítico de Memorias de África (1985), Denys Finch Hatton (Robert Redford), cazador de fauna mayor, lava la melena de la baronesa Karen Blixen (Meryl Streep) mientras le recita versos de Coleridge: “Bien claro veo ahora que sabe remar el diablo”. Ambos se encuentran en la sabana, absorbidos por la neblina del calor, en medio de esas inmensas llanuras de Kenia asperjadas de acacias, cerca de los cafetales de la aristócrata; no recuerdo bien el lugar pero tampoco importa. El caso es que la imagen constituye uno de los fotogramas más eróticos de la historia del cine, sin necesidad de mostrar carne, pezones ni sábanas de blanco satén, tan solo con el rostro de la actriz y el discurrir del agua desde el pico del aguamanil hasta la tierra amarilla y sedienta.
En un plano mítico de Memorias de África (1985), Denys Finch Hatton (Robert Redford), cazador de fauna mayor, lava la melena de la baronesa Karen Blixen (Meryl Streep) mientras le recita versos de Coleridge: “Bien claro veo ahora que sabe remar el diablo”. Ambos se encuentran en la sabana, absorbidos por la neblina del calor, en medio de esas inmensas llanuras de Kenia asperjadas de acacias, cerca de los cafetales de la aristócrata; no recuerdo bien el lugar pero tampoco importa. El caso es que la imagen constituye uno de los fotogramas más eróticos de la historia del cine, sin necesidad de mostrar carne, pezones ni sábanas de blanco satén, tan solo con el rostro de la actriz y el discurrir del agua desde el pico del aguamanil hasta la tierra amarilla y sedienta.Seguir leyendo…
En un plano mítico de Memorias de África (1985), Denys Finch Hatton (Robert Redford), cazador de fauna mayor, lava la melena de la baronesa Karen Blixen (Meryl Streep) mientras le recita versos de Coleridge: “Bien claro veo ahora que sabe remar el diablo”. Ambos se encuentran en la sabana, absorbidos por la neblina del calor, en medio de esas inmensas llanuras de Kenia asperjadas de acacias, cerca de los cafetales de la aristócrata; no recuerdo bien el lugar pero tampoco importa. El caso es que la imagen constituye uno de los fotogramas más eróticos de la historia del cine, sin necesidad de mostrar carne, pezones ni sábanas de blanco satén, tan solo con el rostro de la actriz y el discurrir del agua desde el pico del aguamanil hasta la tierra amarilla y sedienta. Años después del rodaje, Meryl Streep confesó en un festival de Cannes que fue su peluquero (Roy Helland) quien enseñó a Redford a enjabonar el pelo, y que les llevó unas cuantas tomas clavar la escena. A la quinta, la actriz ya estaba irremediablemente dispuesta, ay, para enamorarse en la pantalla. Ah, el amor y la libertad. Ahí seguimos, buscando el norte con la brújula del aventurero.

Sunset Boulevard/Corbis / Getty
Despedir al actor jibarizándolo en tan solo tres escenas resulta una tarea tan inútil como absurda era esa guapura suya afilada por una aguda autoconciencia crítica. ¿Segunda escena? El gran Gatsby (1974). Ni Alan Ladd ni Leonardo di Caprio, lo siento. No habrá otro que Redford en la piel del millonario misterioso que protagoniza la gran obra de Scott Fitzgerald, un retrato del ascenso y caída del sueño americano durante la era del jazz. Hacia el final de la película, Gatsby sale de su mansión de West Egg acompañado de Nick Carraway (el espléndido narrador poco fiable de la novela), y de súbito lo atrapa la melancolía del crepúsculo: “El verano casi ha terminado. Es triste, ¿verdad? –le dice–. Te dan ganas de, no sé… De estirar la mano y retenerlo”. Poco después aparecerá muerto en la piscina, flotando sobre un colchón inflable.

Tercera escena: El golpe (1973). Un tiro por la espalda de otro guapo timador (Paul Newman) deja al protagonista que nos ocupa tirado en la moqueta, con dos regueros de sangre rezumando de cada comisura de los labios. Cuando el espectador cree que lo han matado, la desazón es pareja a la felicidad que siente cuando se saca la guinda de la boca y sonríe con esa sonrisa suya para morirse: todo era un montaje. Esta vez el fundido a negro va en serio, pero Robert Redford seguirá por siempre silbando en nuestra memoria la melodía de The entertainer, de Scott Joplin. ¿Cómo olvidarla?
Cultura