Secretos de laboratorio en la Edad Media: del perfume al aguardiente por azar

En la penumbra de algún laboratorio improvisado, en un rincón olvidado de la Edad Media europea , entre frascos opacos y sustancias de olores intensos, un alquimista observa atento el lento burbujeo en una vasija de cristal. No es un científico moderno, claro está, ni siquiera un mago de capa y sombrero puntiagudo. Este personaje es un buscador incansable, mitad filósofo y mitad artesano, un enamorado de los secretos de la naturaleza que, sin saberlo, está a punto de toparse con uno de esos accidentes afortunados que acabarán cambiando la historia de la ciencia: la invención del alambique y el nacimiento de la destilación de alcohol .La época medieval es tierra fértil para los momentos inesperados. A diferencia de los laboratorios actuales, todo está por experimentar, cada prueba puede derivar en una sorpresa y típicamente se mezclan tradiciones milenarias con supersticiones, invenciones medio recordadas con el puro azar. El conocimiento griego y romano, conservado y ampliado por sabios árabes, llega de manera fragmentaria y a menudo tras mil vueltas y traducciones. La destilación no es una idea del todo nueva, pero a la altura del siglo VIII y IX, en el mundo islámico que florece en Al-Ándalus, Egipto, Persia o Bagdad, su uso se limita casi siempre a aguas aromáticas y perfumes. La palabra alcohol todavía no parece en los manuales medievales, aunque el ‘alkuhl’ árabe se refiere a un polvo muy fino para el maquillaje y, más tarde, acabará por designar a los vapores destilados de toda sustancia.Dos ingredientes básicos: paciencia y curiosidadEl secreto para separar los bienes más sutiles de la materia reside en el fuego, en la caza del vapor y en la paciencia infinita necesaria para observar lo que ocurre en esos recipientes sellados y puestos al rojo vivo. Y ahí es donde la casualidad, ese duende invisible y travieso, hace de las suyas. Puede que el alquimista estuviera intentando obtener aceites esenciales a partir de flores para fabricar un perfume solicitado por alguna dama influyente. O puede que, siguiendo instrucciones oscuras de textos griegos traducidos al árabe, estuviese persiguiendo la quintaesencia, el ‘alcohol’ espiritual que prometía purificar el cuerpo y el alma. En cualquiera de los casos, la escena se repite una y otra vez: líquido en ebullición, vapor, condensación, un goteo lento y transparente que colecciona la paciencia en frascos diminutos.Los primeros alambiques no surgen de una genialidad consciente, sino de un tropiezo afortunado. El primer alambique del mundo islámico, atribuido a sabios como Jabir Ibn Hayyan, es apenas una combinación de ollas herméticas y tuberías, a veces de barro, otras de cobre. La gran novedad viene cuando uno de estos sabios, obsesionado por capturar el espíritu de una sustancia cualquiera, observa con asombro que el vapor de vino, tras enfriarse cuidadosamente en un tubo de metal, se convierte en un nuevo líquido: más ligero, más inflamable, más vivo que el vino original. Nadie lo buscaba exactamente, pero la curiosidad triunfa sobre el desconcierto, y los textos empiezan a mencionar el ‘aqua ardens’, el agua que arde.Lo cierto es que nadie se atreve primero a beber con entusiasmo este extraño licor transparente. El olor, punzante y misterioso, previene a los incautos; y aquellos que se atreven a probarlo lo hacen convencidos de que han tocado la esencia misma de la naturaleza. Entre supersticiones y especulaciones, la fama de estos destilados se extiende con rapidez por los caminos del saber medieval.El alambique se perfeccionaEl aparato, compuesto ahora por una retorta y un serpentín enfriado con agua, es perfeccionado y mejorado por generaciones de alquimistas y boticarios. Cada uno aporta una variante al diseño: aquí una cámara de recolección más ancha, allá un capuchón de metal o cristal para atrapar con mayor eficacia los vapores. La fortuna premia a los dispersos: unas veces, al calentar vino mezclado con hierbas, aparece algo parecido a un remedio balsámico; otras veces, tras lidiar con el hedor a azufre de experimentos fallidos, surge un licor cristalino que arde con fuerza. Lo accidental se convierte en cotidiano, y la técnica de la destilación echa raíces.Lo accidental se vuelve costumbre. Los errores de cálculo dan paso a nuevos hallazgos. Las cantidades se desbordan y se descubren accidentalmente otras sustancias en la olla: aguardientes de cereales, de fruta, de hierbas. En Italia los monjes del norte inventan la grappa, nuevamente por accidente, al destilar los restos de uva después de la vendimia. En Irlanda y Escocia, la invención casual del whisky surge al experimentar con la cebada fermentada. En todos estos casos, el alambique se convierte en el héroe inesperado: un aparato nacido casi por casualidad, gracias a la unión caprichosa de una vasija hermética, fuego y paciencia.Algunos manuscritos medievales recogen admoniciones contra el uso ‘excesivo’ del agua ardiente, mientras que otros lo recomiendan alegremente para combatir el mal de amor, la fatiga espiritual o para ganar el favor de la providencia. Ciertas noches, el laboratorio de destilación se transforma en escenario de reuniones clandestinas, en las que los frailes, fingiendo revisar la calidad medicinal del producto, sucumben a la alegría del espíritu embotellado.MÁS INFORMACIÓN noticia No Descubren una nueva ‘supertierra’ candidata a albergar vida noticia Si Los neutrinos pueden explicar por qué en el Universo hay ‘algo’ en lugar de ‘nada’A medida que pasan los siglos, el mero aparato de cobre pasa de mano en mano y de laboratorio en laboratorio, multiplicando sus aplicaciones. Ya no sólo sirve para extraer perfumes de rosas, ni elaborar bálsamos con aceites espesos ni, por supuesto, sólo para fines medicinales. El alambique se convierte en herramienta de alquimistas, médicos, monjes, boticarios e incluso, poco a poco, en objeto de deseo para taberneros y campesinos que intuyen un nuevo y raro negocio en los vapores alcohólicos. Los accidentes afortunados conducen a sorpresas sin fin: quien destila por error cerveza, quien confunde una planta con otra, quien olvida una mezcla en el serpentín y acaba descubriendo una bebida nueva. En la penumbra de algún laboratorio improvisado, en un rincón olvidado de la Edad Media europea , entre frascos opacos y sustancias de olores intensos, un alquimista observa atento el lento burbujeo en una vasija de cristal. No es un científico moderno, claro está, ni siquiera un mago de capa y sombrero puntiagudo. Este personaje es un buscador incansable, mitad filósofo y mitad artesano, un enamorado de los secretos de la naturaleza que, sin saberlo, está a punto de toparse con uno de esos accidentes afortunados que acabarán cambiando la historia de la ciencia: la invención del alambique y el nacimiento de la destilación de alcohol .La época medieval es tierra fértil para los momentos inesperados. A diferencia de los laboratorios actuales, todo está por experimentar, cada prueba puede derivar en una sorpresa y típicamente se mezclan tradiciones milenarias con supersticiones, invenciones medio recordadas con el puro azar. El conocimiento griego y romano, conservado y ampliado por sabios árabes, llega de manera fragmentaria y a menudo tras mil vueltas y traducciones. La destilación no es una idea del todo nueva, pero a la altura del siglo VIII y IX, en el mundo islámico que florece en Al-Ándalus, Egipto, Persia o Bagdad, su uso se limita casi siempre a aguas aromáticas y perfumes. La palabra alcohol todavía no parece en los manuales medievales, aunque el ‘alkuhl’ árabe se refiere a un polvo muy fino para el maquillaje y, más tarde, acabará por designar a los vapores destilados de toda sustancia.Dos ingredientes básicos: paciencia y curiosidadEl secreto para separar los bienes más sutiles de la materia reside en el fuego, en la caza del vapor y en la paciencia infinita necesaria para observar lo que ocurre en esos recipientes sellados y puestos al rojo vivo. Y ahí es donde la casualidad, ese duende invisible y travieso, hace de las suyas. Puede que el alquimista estuviera intentando obtener aceites esenciales a partir de flores para fabricar un perfume solicitado por alguna dama influyente. O puede que, siguiendo instrucciones oscuras de textos griegos traducidos al árabe, estuviese persiguiendo la quintaesencia, el ‘alcohol’ espiritual que prometía purificar el cuerpo y el alma. En cualquiera de los casos, la escena se repite una y otra vez: líquido en ebullición, vapor, condensación, un goteo lento y transparente que colecciona la paciencia en frascos diminutos.Los primeros alambiques no surgen de una genialidad consciente, sino de un tropiezo afortunado. El primer alambique del mundo islámico, atribuido a sabios como Jabir Ibn Hayyan, es apenas una combinación de ollas herméticas y tuberías, a veces de barro, otras de cobre. La gran novedad viene cuando uno de estos sabios, obsesionado por capturar el espíritu de una sustancia cualquiera, observa con asombro que el vapor de vino, tras enfriarse cuidadosamente en un tubo de metal, se convierte en un nuevo líquido: más ligero, más inflamable, más vivo que el vino original. Nadie lo buscaba exactamente, pero la curiosidad triunfa sobre el desconcierto, y los textos empiezan a mencionar el ‘aqua ardens’, el agua que arde.Lo cierto es que nadie se atreve primero a beber con entusiasmo este extraño licor transparente. El olor, punzante y misterioso, previene a los incautos; y aquellos que se atreven a probarlo lo hacen convencidos de que han tocado la esencia misma de la naturaleza. Entre supersticiones y especulaciones, la fama de estos destilados se extiende con rapidez por los caminos del saber medieval.El alambique se perfeccionaEl aparato, compuesto ahora por una retorta y un serpentín enfriado con agua, es perfeccionado y mejorado por generaciones de alquimistas y boticarios. Cada uno aporta una variante al diseño: aquí una cámara de recolección más ancha, allá un capuchón de metal o cristal para atrapar con mayor eficacia los vapores. La fortuna premia a los dispersos: unas veces, al calentar vino mezclado con hierbas, aparece algo parecido a un remedio balsámico; otras veces, tras lidiar con el hedor a azufre de experimentos fallidos, surge un licor cristalino que arde con fuerza. Lo accidental se convierte en cotidiano, y la técnica de la destilación echa raíces.Lo accidental se vuelve costumbre. Los errores de cálculo dan paso a nuevos hallazgos. Las cantidades se desbordan y se descubren accidentalmente otras sustancias en la olla: aguardientes de cereales, de fruta, de hierbas. En Italia los monjes del norte inventan la grappa, nuevamente por accidente, al destilar los restos de uva después de la vendimia. En Irlanda y Escocia, la invención casual del whisky surge al experimentar con la cebada fermentada. En todos estos casos, el alambique se convierte en el héroe inesperado: un aparato nacido casi por casualidad, gracias a la unión caprichosa de una vasija hermética, fuego y paciencia.Algunos manuscritos medievales recogen admoniciones contra el uso ‘excesivo’ del agua ardiente, mientras que otros lo recomiendan alegremente para combatir el mal de amor, la fatiga espiritual o para ganar el favor de la providencia. Ciertas noches, el laboratorio de destilación se transforma en escenario de reuniones clandestinas, en las que los frailes, fingiendo revisar la calidad medicinal del producto, sucumben a la alegría del espíritu embotellado.MÁS INFORMACIÓN noticia No Descubren una nueva ‘supertierra’ candidata a albergar vida noticia Si Los neutrinos pueden explicar por qué en el Universo hay ‘algo’ en lugar de ‘nada’A medida que pasan los siglos, el mero aparato de cobre pasa de mano en mano y de laboratorio en laboratorio, multiplicando sus aplicaciones. Ya no sólo sirve para extraer perfumes de rosas, ni elaborar bálsamos con aceites espesos ni, por supuesto, sólo para fines medicinales. El alambique se convierte en herramienta de alquimistas, médicos, monjes, boticarios e incluso, poco a poco, en objeto de deseo para taberneros y campesinos que intuyen un nuevo y raro negocio en los vapores alcohólicos. Los accidentes afortunados conducen a sorpresas sin fin: quien destila por error cerveza, quien confunde una planta con otra, quien olvida una mezcla en el serpentín y acaba descubriendo una bebida nueva.  

En la penumbra de algún laboratorio improvisado, en un rincón olvidado de la Edad Media europea, entre frascos opacos y sustancias de olores intensos, un alquimista observa atento el lento burbujeo en una vasija de cristal. No es un científico moderno, claro está, ni … siquiera un mago de capa y sombrero puntiagudo.

Este personaje es un buscador incansable, mitad filósofo y mitad artesano, un enamorado de los secretos de la naturaleza que, sin saberlo, está a punto de toparse con uno de esos accidentes afortunados que acabarán cambiando la historia de la ciencia: la invención del alambique y el nacimiento de la destilación de alcohol.

La época medieval es tierra fértil para los momentos inesperados. A diferencia de los laboratorios actuales, todo está por experimentar, cada prueba puede derivar en una sorpresa y típicamente se mezclan tradiciones milenarias con supersticiones, invenciones medio recordadas con el puro azar. El conocimiento griego y romano, conservado y ampliado por sabios árabes, llega de manera fragmentaria y a menudo tras mil vueltas y traducciones.

La destilación no es una idea del todo nueva, pero a la altura del siglo VIII y IX, en el mundo islámico que florece en Al-Ándalus, Egipto, Persia o Bagdad, su uso se limita casi siempre a aguas aromáticas y perfumes. La palabra alcohol todavía no parece en los manuales medievales, aunque el ‘alkuhl’ árabe se refiere a un polvo muy fino para el maquillaje y, más tarde, acabará por designar a los vapores destilados de toda sustancia.

Dos ingredientes básicos: paciencia y curiosidad

El secreto para separar los bienes más sutiles de la materia reside en el fuego, en la caza del vapor y en la paciencia infinita necesaria para observar lo que ocurre en esos recipientes sellados y puestos al rojo vivo. Y ahí es donde la casualidad, ese duende invisible y travieso, hace de las suyas.

Puede que el alquimista estuviera intentando obtener aceites esenciales a partir de flores para fabricar un perfume solicitado por alguna dama influyente. O puede que, siguiendo instrucciones oscuras de textos griegos traducidos al árabe, estuviese persiguiendo la quintaesencia, el ‘alcohol’ espiritual que prometía purificar el cuerpo y el alma. En cualquiera de los casos, la escena se repite una y otra vez: líquido en ebullición, vapor, condensación, un goteo lento y transparente que colecciona la paciencia en frascos diminutos.

Los primeros alambiques no surgen de una genialidad consciente, sino de un tropiezo afortunado. El primer alambique del mundo islámico, atribuido a sabios como Jabir Ibn Hayyan, es apenas una combinación de ollas herméticas y tuberías, a veces de barro, otras de cobre.

La gran novedad viene cuando uno de estos sabios, obsesionado por capturar el espíritu de una sustancia cualquiera, observa con asombro que el vapor de vino, tras enfriarse cuidadosamente en un tubo de metal, se convierte en un nuevo líquido: más ligero, más inflamable, más vivo que el vino original. Nadie lo buscaba exactamente, pero la curiosidad triunfa sobre el desconcierto, y los textos empiezan a mencionar el ‘aqua ardens’, el agua que arde.

Lo cierto es que nadie se atreve primero a beber con entusiasmo este extraño licor transparente. El olor, punzante y misterioso, previene a los incautos; y aquellos que se atreven a probarlo lo hacen convencidos de que han tocado la esencia misma de la naturaleza. Entre supersticiones y especulaciones, la fama de estos destilados se extiende con rapidez por los caminos del saber medieval.

El alambique se perfecciona

El aparato, compuesto ahora por una retorta y un serpentín enfriado con agua, es perfeccionado y mejorado por generaciones de alquimistas y boticarios. Cada uno aporta una variante al diseño: aquí una cámara de recolección más ancha, allá un capuchón de metal o cristal para atrapar con mayor eficacia los vapores. La fortuna premia a los dispersos: unas veces, al calentar vino mezclado con hierbas, aparece algo parecido a un remedio balsámico; otras veces, tras lidiar con el hedor a azufre de experimentos fallidos, surge un licor cristalino que arde con fuerza. Lo accidental se convierte en cotidiano, y la técnica de la destilación echa raíces.

Lo accidental se vuelve costumbre. Los errores de cálculo dan paso a nuevos hallazgos. Las cantidades se desbordan y se descubren accidentalmente otras sustancias en la olla: aguardientes de cereales, de fruta, de hierbas. En Italia los monjes del norte inventan la grappa, nuevamente por accidente, al destilar los restos de uva después de la vendimia. En Irlanda y Escocia, la invención casual del whisky surge al experimentar con la cebada fermentada. En todos estos casos, el alambique se convierte en el héroe inesperado: un aparato nacido casi por casualidad, gracias a la unión caprichosa de una vasija hermética, fuego y paciencia.

Algunos manuscritos medievales recogen admoniciones contra el uso ‘excesivo’ del agua ardiente, mientras que otros lo recomiendan alegremente para combatir el mal de amor, la fatiga espiritual o para ganar el favor de la providencia. Ciertas noches, el laboratorio de destilación se transforma en escenario de reuniones clandestinas, en las que los frailes, fingiendo revisar la calidad medicinal del producto, sucumben a la alegría del espíritu embotellado.

A medida que pasan los siglos, el mero aparato de cobre pasa de mano en mano y de laboratorio en laboratorio, multiplicando sus aplicaciones. Ya no sólo sirve para extraer perfumes de rosas, ni elaborar bálsamos con aceites espesos ni, por supuesto, sólo para fines medicinales. El alambique se convierte en herramienta de alquimistas, médicos, monjes, boticarios e incluso, poco a poco, en objeto de deseo para taberneros y campesinos que intuyen un nuevo y raro negocio en los vapores alcohólicos. Los accidentes afortunados conducen a sorpresas sin fin: quien destila por error cerveza, quien confunde una planta con otra, quien olvida una mezcla en el serpentín y acaba descubriendo una bebida nueva.

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