El arranque del segundo viaje oficial del mandatario de Estados Unidos fue sobre todo protocolario: paseos por Windsor, una ofrenda floral a Isabel II y un almuerzo con los Reyes y los herederos Leer El arranque del segundo viaje oficial del mandatario de Estados Unidos fue sobre todo protocolario: paseos por Windsor, una ofrenda floral a Isabel II y un almuerzo con los Reyes y los herederos Leer
Apenas 200 personas estaban pacíficamente congregadas en la esquina de la calle Castle Hill (Colina del Castillo) con la carretera comarcal B3022, junto a la Puerta del Rey Enrique VIII del Castillo de Windsor. Miraban el cielo plomizo inglés, taladrado por el paso constante de varios helicópteros, y trataban de descifrar en cuál de ellos viajaban Donald Trump y su esposa, Melania.
Era una tarea imposible, porque el presidente de Estados Unidos siempre vuela en un convoy en el que hay, como mínimo, dos modelos idénticos del Marine One, su helicóptero oficial, para minimizar el riesgo de alguien les dispare un misil o coloque una bomba. Así que el pequeño grupo de curiosos y de activistas pro y anti Trump se quedaban allí, confundidos, mirando a las aeronaves, con una banda sonora que ya duraba desde la noche anterior, formada por cazabombarderos que sobrevolaban el cielo encapotado del castillo, que lleva siendo residencia de los reyes de Inglaterra desde hace casi mil años.
Los seguidores de Trump estaban realmente decepcionados, pese a que desde el primer momento había quedado claro que el presidente estadounidense no iba a tener ningún tipo de contacto con la población británica, entre la que genera un rechazo enorme. Aunque, eso sí, los que le apoyan lo hacen a muerte. Ben, un pastor de 74 años, esperaba, lisa y llanamente, que Estados Unidos invadiera el Reino Unido. «El ejército es la única esperanza, y nosotros nos hemos quedado sin ejército», explicaba. A su lado asentía, Beth, de 57, que no trabaja para cuidar a su madre y a su hermana Mandy, ciega, que estaba en una silla de ruedas con una bolsa, una bandera y un termo en su regazo.
Entre los que apoyaban y los que criticaban a Trump, había pocos que tuvieran una visión desapasionada de la visita, a pesar de que, a juzgar por el escaso número de transeúntes interesados en el baile de los helicópteros, esos debían de ser la mayoría. Probablemente a ellos eran a quienes tanto la monarquía como la oficina del primer ministro le hubiera gustado dedicar la jornada. Gente como Patricia, de 66 años, que vive en el vecino pueblo de Datchet, a media hora caminando del castillo, y que veía todo el viaje como un ejercicio de pragmatismo: «A mí no me cae bien Trump, y supongo que el rey Carlos III debe de detestarlo, pero los países tenemos que llevarnos bien».
Desde luego, el Reino Unido tiene que llevarse bien con Trump. Y, por ahora, lo está consiguiendo. El efecto combinado de la formidable acción diplomática del rey Carlos III y del primer ministro Keir Starmer ha logrado que Londres sea, junto a Israel (aunque ese es un caso especial porque está en guerra permanente), la única democracia a la que Estados Unidos no ha ofendido, y el país que ha logrado las condiciones más favorables de Washington en su cruzada proteccionista. Eso sitúa al Reino Unido en un grupo de países cercanos a Trump entre los que destacan Rusia, El Salvador, las petromonarquías del Golfo y Turquía, con los que una democracia parlamentaria europea occidental tiene más bien poco que ver.
Este viaje es el máximo ejemplo de ello. Trump tiene lo que nunca ha alcanzado ningún mandatario extranjero: una segunda visita de Estado al Reino Unido. Pero, también, tiene una vista de Estado muy especial: a puerta cerrada. Hasta Vladimir Putin tuvo su paseo en carruaje por las calles de Londres acompañado de la reina Isabel. Trump lo hizo, evidentemente. Pero por los terrenos del Castillo. Lejos del público. Es decir, de las protestas.
Y también de los micrófonos. Parece improbable que Starmer haya olvidado cómo, en su anterior visita de Estado al Reino Unido, Trump se dedicó a despreciar a la primera ministra, la conservadora Theresa May, y a ensalzar a su mayor rival, Boris Johnson. Trump ha expresado en múltiples ocasiones su proximidad ideológica al nacionalista Nigel Farage, que lleva diez puntos de ventaja en las encuestas a Starmer y que acude regularmente a actos del presidente en Estados Unidos. El jefe del Gobierno británico no quiere que el presidente estadounidense tenga oportunidad de salirse del guion, aunque la rueda de prensa conjunta que ambos darán hoy jueves puede ser el resquicio por el que la retórica trumpiana se cuele para atizar a Starmer en algún sitio inesperado.
Así que la jornada de ayer estuvo dedicada en su mayor parte al protocolo. Paseos por Windsor, una ofrenda floral a la reina Isabel II, y un almuerzo con la Familia Real -Reyes y herederos, o sea, Guillermo y Kate- iniciaron la agenda, hasta que por la noche tocó cena de trabajo con empresarios. Ahí es donde empezó, de verdad, el trabajo para Starmer.
Ese es un trabajo complicado. Las quinielas, anoche, apuntaban a éxitos moderados en política exterior y a fracasos, también de entidad aceptable, en la comercial. En lo primero, el viaje de Trump ha comenzado con una noticia muy importante para el Reino Unido y para Europa en general: el lunes, Washington accedió a la primera venta de armamento directamente sacado de sus arsenales a los socios europeos de la OTAN, que ahora lo enviarán a Ucrania. El monto total excede ligeramente los mil millones de dólares y podría ser la primera parte de un paquete que alcanzaría los 10.000.
Pero el instinto de Trump es apoyar a Rusia. Y así lo dejó ver la semana pasada cuando levantó parte de las sanciones a la aerolínea nacional bielorrusa Belavia, sancionada tras la invasión rusa de Ucrania. Las medidas incluyen repuestos, que, según los observadores, serán rápidamente transferidos a Rusia, puesto que Minsk es en la práctica una colonia de Moscú. Aunque lo más complicado va a ser la conversación entre Starmer y Trump sobre la exigencia del segundo, desgranada en un surrealista post en redes sociales la semana pasada, de que Europa deje de comprar gas y petróleo a Rusia e imponga a aranceles a China e India hasta que esas dos potencias hagan lo mismo. La idea es considerada inviable en Londres, donde no se descarta que sea simplemente una añagaza del estadounidense para volver a aplazar sine die la imposición de sanciones a Rusia o un aumento del apoyo militar a Ucrania.
En el terreno comercial, no parece que el Reino Unido tenga muchas cartas. Starmer quiere que Trump acceda a que el whisky británico tenga menos barreras de entrada en Estados Unidos y desea clarificar los detalles -nunca especificados- del comercio del acero y del aluminio en el acuerdo alcanzado entre ambos países en mayo pasado. Las negociaciones no iban bien el martes, cuando Trump aterrizó, aunque con el presidente de Estados Unidos nunca se sabe lo que puede pasar.
Así, los aristocráticos Windsor -Carlos, Camilla, Guillermo, y Kate- pasaron la jornada entreteniendo el volátil y, por decirlo educadamente, desinhibido Trump, acompañado de su hierática Melania, antes de entregárselo al siempre cerebral y poco o nada dado a las emociones Starmer. Probablemente nadie habló de la persona que les une a los tres: el traficante de mujeres Jeffrey Epstein, cuyas actividades llevaron a un cierto ostracismo al hermano menor de Carlos, Andrés, han forzado la dimisión del embajador británico en Londres, Peter Mandelson, y han provocado la mayor crisis política de la segunda Administración de Donald Trump, que parece que estaba envuelto en la trama, presumiblemente como cliente. Las visitas de Estado no son para hablar de esas cosas.
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