Por qué la evolución humana fue mucho más rápida que la del resto de los primates

De entre todos los primates, el orden que engloba a monos, simios y humanos, fue nuestra especie , Homo sapiens, la que pisó con más fuerza el acelerador del cambio. Así lo afirma un nuevo estudio, dirigido por la antropóloga Aida Gómez-Robles, del University College de Londres y recién publicado en ‘ Proceedings of the Royal Society B ‘, en el que un equipo de investigadores revela que tanto el tamaño de nuestro cerebro como la forma plana de nuestro rostro evolucionaron a un ritmo mucho más rápido que el de cualquiera de nuestros parientes.Gracias al uso de las tecnologías más avanzadas, Gómez Robles y su equipo han conseguido así poner cifras a una vieja e intuitiva sospecha de muchos paleoantropólogos: nuestra especie no solo es singular, sino que llegó a serlo de una forma sorprendentemente rápida.Situémonos en una imaginaria ‘carrera evolutiva’ cuya duración es de varias decenas de millones de años y en la que todos los grandes simios (gorilas, chimpancés, orangutanes y nosotros mismos), partimos de la misma línea de salida . Al cabo de 20 millones de años, la inmensa mayoría de los participantes conserva una morfología muy parecida a la inicial. Pero entonces, de pronto, uno de los corredores, el que pertenece al linaje que conduce a los humanos, aprieta a fondo el acelerador de la evolución.En su estudio, los investigadores examinaron modelos virtuales tridimensionales de los cráneos de múltiples especies de primates modernos, dividiendo cada bóveda craneal y cada rostro en cuatro secciones principales: la cara superior, la cara inferior, la parte frontal y la parte posterior de la cabeza. Un análisis geométrico de una precisión inédita que permitió cuantificar la divergencia anatómica entre las varias especies.El doble de rápidoEl resultado es contundente. La estructura craneal humana, en efecto, cambió aproximadamente el doble de rápido de lo que cabría esperar si la evolución hubiera seguido un patrón de ‘deriva neutral’ normal, es decir, si no hubiera sufrido una fuerte presión selectiva adicional. El cambio más evidente, el que primero salta a la vista al comparar un cráneo humano con el de un gorila o un chimpancé, se centra en que nosotros tenemos un rostro más pequeño, pero una bóveda craneal mucho más grande.La mayoría de los grandes simios, de hecho, poseen caras grandes y proyectadas hacia delante (lo que se conoce como prognatismo), pero cabezas relativamente pequeñas. Todo lo contrario que Homo sapiens, que exhibe un rostro notablemente más plano junto a una cabeza grande y muy redondeada. La cara plana, que en nuestra especie se sitúa verticalmente justo debajo del cerebro, es un rasgo anatómico directamente asociado a la expansión de la masa encefálica que la envuelve.Según Gómez Robles y sus colegas, el conjunto de estas adaptaciones debió tener tal impacto en la supervivencia y reproducción de nuestros ancestros que los cráneos evolucionaron a una velocidad récord. Pero, ¿por qué? ¿Qué factor de selección natural o social fue tan poderoso como para moldear nuestro cráneo a una velocidad dos veces superior a la de nuestros parientes más cercanos? Esa es la pregunta clave y, de paso, uno de los mayores misterios a los que se enfrenta la paleontología. La aparición de la conciencia, en efecto, junto al pensamiento abstracto, el lenguaje simbólico complejo y la capacidad de crear cultura y tecnología constituye el gran enigma de la evolución humana .Más allá del tamañoPorque no se trata sólo de tener un cerebro muy grande. Ballenas y elefantes, por ejemplo, tienen cerebros incluso mayores que los nuestros. La clave, más bien, parece residir en la organización interna, en el aumento del neocórtex (la parte que gestiona el pensamiento superior) en relación con el cuerpo, y en el coste metabólico de este órgano. No olvidemos que el cerebro humano consume una cuarta parte de la energía total del cuerpo en reposo. Y un motor tan caro solo resulta rentable de mantener si ofrece una ventaja colosal.La primera y más intuitiva conclusión es que la inteligencia, por sí misma, fue el principal motor de ese cambio tan rápido. Un cerebro más grande y complejo , de hecho, permite fabricar mejores herramientas, cazar con más éxito, recordar la ubicación de los recursos y planificar el futuro. Pero el equipo de Gómez-Robles pide cautela al respecto. Y si bien resulta tentador concluir que una mayor inteligencia fue lo que impulsó una evolución más rápida, los factores sociales podrían ser la verdadera fuerza motriz detrás del cambio.Para entender esta disyuntiva, el nuevo estudio ofrece un ejemplo esclarecedor. Los investigadores, en efecto, encontraron que, después de los humanos, los gorilas tienen la segunda tasa evolutiva más rápida en sus cráneos. A pesar de lo cual, sus cerebros siguen siendo mucho más pequeños que los nuestros.La razón es que el cambio acelerado del cerebro de los gorilas no está impulsado (como en nuestro caso) por la inteligencia, sino por la selección social. Los machos dominantes desarrollan grandes crestas óseas en la parte superior del cráneo, una estructura ósea que es esencialmente un marcador de estatus social y capacidad de combate, y que se convierte en un rasgo crucial para la reproducción. El macho con la cresta más prominente y el cráneo más robusto tiene más probabilidades de asegurarse un harén y, por tanto, de transmitir sus genes.¿Y en los humanos?«Es posible -dice Gómez-Robles- que una selección social similar, pero únicamente humana, haya ocurrido también en nuestra especie». Lo cual nos lleva directamente a una de las teorías más influyentes de la última década para explicar el crecimiento desproporcionado de nuestro cerebro: la ‘Hipótesis del Cerebro Social’, desarrollada por el antropólogo británico Robin Dunbar y según la cual vivir en grupos cada vez mayores, algo que sin duda ofrece enormes ventajas evolutivas, como la defensa o la cooperación al cazar, exige sin embargo una complejidad social que se dispara de forma exponencial. Lo cual implica que, más allá de la mera capacidad, por ejemplo, de planificar una cacería, nuestra especie debe tener también la de formar alianzas, organizar las diferentes tareas necesarias en una comunidad creciente, transmitir los conocimientos acumulados de generación en generación… Es decir, toda una ‘inteligencia social’ que pudo perfectamente ser la presión evolutiva que forzó la expansión y reorganización del cerebro, y por ende, la forma única de nuestra estructura craneal entre todos los primates.Según los investigadores, el ‘motor del cambio’ de nuestra especie fue una ‘mezcla dinámica’ de presiones. El aumento del cerebro llevó primero a mejorar las herramientas y a explotar mejor los recursos, lo que a su vez permitió mantener grupos cada vez más grandes, que a su vez requirieron un cerebro cada vez más capaz de gestionar esa complejidad… En definitiva, un ‘bucle de retroalimentación positiva’ que aceleró al máximo nuestra evolución craneal.MÁS INFORMACIÓN noticia No De un castillo en ruinas a las lunas de Júpiter: la huella de Madrid en la historia espacial noticia Si Confirman que el ‘agujero’ de nuestro escudo magnético se hace cada vez más grandeEl trabajo de Gómez-Robles y su equipo, por lo tanto, nos lleva a mirar ‘más allá’ de la mera inteligencia, y sugiere que el camino para convertirnos en lo que somos no fue sólo un triunfo de la razón, sino también una victoria de la paulatina sofisticación de nuestras sociedades y la cada vez mayor complejidad de nuestras relaciones con los demás. De entre todos los primates, el orden que engloba a monos, simios y humanos, fue nuestra especie , Homo sapiens, la que pisó con más fuerza el acelerador del cambio. Así lo afirma un nuevo estudio, dirigido por la antropóloga Aida Gómez-Robles, del University College de Londres y recién publicado en ‘ Proceedings of the Royal Society B ‘, en el que un equipo de investigadores revela que tanto el tamaño de nuestro cerebro como la forma plana de nuestro rostro evolucionaron a un ritmo mucho más rápido que el de cualquiera de nuestros parientes.Gracias al uso de las tecnologías más avanzadas, Gómez Robles y su equipo han conseguido así poner cifras a una vieja e intuitiva sospecha de muchos paleoantropólogos: nuestra especie no solo es singular, sino que llegó a serlo de una forma sorprendentemente rápida.Situémonos en una imaginaria ‘carrera evolutiva’ cuya duración es de varias decenas de millones de años y en la que todos los grandes simios (gorilas, chimpancés, orangutanes y nosotros mismos), partimos de la misma línea de salida . Al cabo de 20 millones de años, la inmensa mayoría de los participantes conserva una morfología muy parecida a la inicial. Pero entonces, de pronto, uno de los corredores, el que pertenece al linaje que conduce a los humanos, aprieta a fondo el acelerador de la evolución.En su estudio, los investigadores examinaron modelos virtuales tridimensionales de los cráneos de múltiples especies de primates modernos, dividiendo cada bóveda craneal y cada rostro en cuatro secciones principales: la cara superior, la cara inferior, la parte frontal y la parte posterior de la cabeza. Un análisis geométrico de una precisión inédita que permitió cuantificar la divergencia anatómica entre las varias especies.El doble de rápidoEl resultado es contundente. La estructura craneal humana, en efecto, cambió aproximadamente el doble de rápido de lo que cabría esperar si la evolución hubiera seguido un patrón de ‘deriva neutral’ normal, es decir, si no hubiera sufrido una fuerte presión selectiva adicional. El cambio más evidente, el que primero salta a la vista al comparar un cráneo humano con el de un gorila o un chimpancé, se centra en que nosotros tenemos un rostro más pequeño, pero una bóveda craneal mucho más grande.La mayoría de los grandes simios, de hecho, poseen caras grandes y proyectadas hacia delante (lo que se conoce como prognatismo), pero cabezas relativamente pequeñas. Todo lo contrario que Homo sapiens, que exhibe un rostro notablemente más plano junto a una cabeza grande y muy redondeada. La cara plana, que en nuestra especie se sitúa verticalmente justo debajo del cerebro, es un rasgo anatómico directamente asociado a la expansión de la masa encefálica que la envuelve.Según Gómez Robles y sus colegas, el conjunto de estas adaptaciones debió tener tal impacto en la supervivencia y reproducción de nuestros ancestros que los cráneos evolucionaron a una velocidad récord. Pero, ¿por qué? ¿Qué factor de selección natural o social fue tan poderoso como para moldear nuestro cráneo a una velocidad dos veces superior a la de nuestros parientes más cercanos? Esa es la pregunta clave y, de paso, uno de los mayores misterios a los que se enfrenta la paleontología. La aparición de la conciencia, en efecto, junto al pensamiento abstracto, el lenguaje simbólico complejo y la capacidad de crear cultura y tecnología constituye el gran enigma de la evolución humana .Más allá del tamañoPorque no se trata sólo de tener un cerebro muy grande. Ballenas y elefantes, por ejemplo, tienen cerebros incluso mayores que los nuestros. La clave, más bien, parece residir en la organización interna, en el aumento del neocórtex (la parte que gestiona el pensamiento superior) en relación con el cuerpo, y en el coste metabólico de este órgano. No olvidemos que el cerebro humano consume una cuarta parte de la energía total del cuerpo en reposo. Y un motor tan caro solo resulta rentable de mantener si ofrece una ventaja colosal.La primera y más intuitiva conclusión es que la inteligencia, por sí misma, fue el principal motor de ese cambio tan rápido. Un cerebro más grande y complejo , de hecho, permite fabricar mejores herramientas, cazar con más éxito, recordar la ubicación de los recursos y planificar el futuro. Pero el equipo de Gómez-Robles pide cautela al respecto. Y si bien resulta tentador concluir que una mayor inteligencia fue lo que impulsó una evolución más rápida, los factores sociales podrían ser la verdadera fuerza motriz detrás del cambio.Para entender esta disyuntiva, el nuevo estudio ofrece un ejemplo esclarecedor. Los investigadores, en efecto, encontraron que, después de los humanos, los gorilas tienen la segunda tasa evolutiva más rápida en sus cráneos. A pesar de lo cual, sus cerebros siguen siendo mucho más pequeños que los nuestros.La razón es que el cambio acelerado del cerebro de los gorilas no está impulsado (como en nuestro caso) por la inteligencia, sino por la selección social. Los machos dominantes desarrollan grandes crestas óseas en la parte superior del cráneo, una estructura ósea que es esencialmente un marcador de estatus social y capacidad de combate, y que se convierte en un rasgo crucial para la reproducción. El macho con la cresta más prominente y el cráneo más robusto tiene más probabilidades de asegurarse un harén y, por tanto, de transmitir sus genes.¿Y en los humanos?«Es posible -dice Gómez-Robles- que una selección social similar, pero únicamente humana, haya ocurrido también en nuestra especie». Lo cual nos lleva directamente a una de las teorías más influyentes de la última década para explicar el crecimiento desproporcionado de nuestro cerebro: la ‘Hipótesis del Cerebro Social’, desarrollada por el antropólogo británico Robin Dunbar y según la cual vivir en grupos cada vez mayores, algo que sin duda ofrece enormes ventajas evolutivas, como la defensa o la cooperación al cazar, exige sin embargo una complejidad social que se dispara de forma exponencial. Lo cual implica que, más allá de la mera capacidad, por ejemplo, de planificar una cacería, nuestra especie debe tener también la de formar alianzas, organizar las diferentes tareas necesarias en una comunidad creciente, transmitir los conocimientos acumulados de generación en generación… Es decir, toda una ‘inteligencia social’ que pudo perfectamente ser la presión evolutiva que forzó la expansión y reorganización del cerebro, y por ende, la forma única de nuestra estructura craneal entre todos los primates.Según los investigadores, el ‘motor del cambio’ de nuestra especie fue una ‘mezcla dinámica’ de presiones. El aumento del cerebro llevó primero a mejorar las herramientas y a explotar mejor los recursos, lo que a su vez permitió mantener grupos cada vez más grandes, que a su vez requirieron un cerebro cada vez más capaz de gestionar esa complejidad… En definitiva, un ‘bucle de retroalimentación positiva’ que aceleró al máximo nuestra evolución craneal.MÁS INFORMACIÓN noticia No De un castillo en ruinas a las lunas de Júpiter: la huella de Madrid en la historia espacial noticia Si Confirman que el ‘agujero’ de nuestro escudo magnético se hace cada vez más grandeEl trabajo de Gómez-Robles y su equipo, por lo tanto, nos lleva a mirar ‘más allá’ de la mera inteligencia, y sugiere que el camino para convertirnos en lo que somos no fue sólo un triunfo de la razón, sino también una victoria de la paulatina sofisticación de nuestras sociedades y la cada vez mayor complejidad de nuestras relaciones con los demás.  

De entre todos los primates, el orden que engloba a monos, simios y humanos, fue nuestra especie, Homo sapiens, la que pisó con más fuerza el acelerador del cambio. Así lo afirma un nuevo estudio, dirigido por la antropóloga Aida Gómez-Robles, del University … College de Londres y recién publicado en ‘Proceedings of the Royal Society B‘, en el que un equipo de investigadores revela que tanto el tamaño de nuestro cerebro como la forma plana de nuestro rostro evolucionaron a un ritmo mucho más rápido que el de cualquiera de nuestros parientes.

Gracias al uso de las tecnologías más avanzadas, Gómez Robles y su equipo han conseguido así poner cifras a una vieja e intuitiva sospecha de muchos paleoantropólogos: nuestra especie no solo es singular, sino que llegó a serlo de una forma sorprendentemente rápida.

Situémonos en una imaginaria ‘carrera evolutiva’ cuya duración es de varias decenas de millones de años y en la que todos los grandes simios (gorilas, chimpancés, orangutanes y nosotros mismos), partimos de la misma línea de salida. Al cabo de 20 millones de años, la inmensa mayoría de los participantes conserva una morfología muy parecida a la inicial. Pero entonces, de pronto, uno de los corredores, el que pertenece al linaje que conduce a los humanos, aprieta a fondo el acelerador de la evolución.

En su estudio, los investigadores examinaron modelos virtuales tridimensionales de los cráneos de múltiples especies de primates modernos, dividiendo cada bóveda craneal y cada rostro en cuatro secciones principales: la cara superior, la cara inferior, la parte frontal y la parte posterior de la cabeza. Un análisis geométrico de una precisión inédita que permitió cuantificar la divergencia anatómica entre las varias especies.

El doble de rápido

El resultado es contundente. La estructura craneal humana, en efecto, cambió aproximadamente el doble de rápido de lo que cabría esperar si la evolución hubiera seguido un patrón de ‘deriva neutral’ normal, es decir, si no hubiera sufrido una fuerte presión selectiva adicional.

El cambio más evidente, el que primero salta a la vista al comparar un cráneo humano con el de un gorila o un chimpancé, se centra en que nosotros tenemos un rostro más pequeño, pero una bóveda craneal mucho más grande.

La mayoría de los grandes simios, de hecho, poseen caras grandes y proyectadas hacia delante (lo que se conoce como prognatismo), pero cabezas relativamente pequeñas. Todo lo contrario que Homo sapiens, que exhibe un rostro notablemente más plano junto a una cabeza grande y muy redondeada. La cara plana, que en nuestra especie se sitúa verticalmente justo debajo del cerebro, es un rasgo anatómico directamente asociado a la expansión de la masa encefálica que la envuelve.

Según Gómez Robles y sus colegas, el conjunto de estas adaptaciones debió tener tal impacto en la supervivencia y reproducción de nuestros ancestros que los cráneos evolucionaron a una velocidad récord. Pero, ¿por qué? ¿Qué factor de selección natural o social fue tan poderoso como para moldear nuestro cráneo a una velocidad dos veces superior a la de nuestros parientes más cercanos? Esa es la pregunta clave y, de paso, uno de los mayores misterios a los que se enfrenta la paleontología. La aparición de la conciencia, en efecto, junto al pensamiento abstracto, el lenguaje simbólico complejo y la capacidad de crear cultura y tecnología constituye el gran enigma de la evolución humana.

Más allá del tamaño

Porque no se trata sólo de tener un cerebro muy grande. Ballenas y elefantes, por ejemplo, tienen cerebros incluso mayores que los nuestros. La clave, más bien, parece residir en la organización interna, en el aumento del neocórtex (la parte que gestiona el pensamiento superior) en relación con el cuerpo, y en el coste metabólico de este órgano. No olvidemos que el cerebro humano consume una cuarta parte de la energía total del cuerpo en reposo. Y un motor tan caro solo resulta rentable de mantener si ofrece una ventaja colosal.

La primera y más intuitiva conclusión es que la inteligencia, por sí misma, fue el principal motor de ese cambio tan rápido. Un cerebro más grande y complejo, de hecho, permite fabricar mejores herramientas, cazar con más éxito, recordar la ubicación de los recursos y planificar el futuro. Pero el equipo de Gómez-Robles pide cautela al respecto. Y si bien resulta tentador concluir que una mayor inteligencia fue lo que impulsó una evolución más rápida, los factores sociales podrían ser la verdadera fuerza motriz detrás del cambio.

Para entender esta disyuntiva, el nuevo estudio ofrece un ejemplo esclarecedor. Los investigadores, en efecto, encontraron que, después de los humanos, los gorilas tienen la segunda tasa evolutiva más rápida en sus cráneos. A pesar de lo cual, sus cerebros siguen siendo mucho más pequeños que los nuestros.

La razón es que el cambio acelerado del cerebro de los gorilas no está impulsado (como en nuestro caso) por la inteligencia, sino por la selección social. Los machos dominantes desarrollan grandes crestas óseas en la parte superior del cráneo, una estructura ósea que es esencialmente un marcador de estatus social y capacidad de combate, y que se convierte en un rasgo crucial para la reproducción. El macho con la cresta más prominente y el cráneo más robusto tiene más probabilidades de asegurarse un harén y, por tanto, de transmitir sus genes.

¿Y en los humanos?

«Es posible -dice Gómez-Robles- que una selección social similar, pero únicamente humana, haya ocurrido también en nuestra especie».

Lo cual nos lleva directamente a una de las teorías más influyentes de la última década para explicar el crecimiento desproporcionado de nuestro cerebro: la ‘Hipótesis del Cerebro Social’, desarrollada por el antropólogo británico Robin Dunbar y según la cual vivir en grupos cada vez mayores, algo que sin duda ofrece enormes ventajas evolutivas, como la defensa o la cooperación al cazar, exige sin embargo una complejidad social que se dispara de forma exponencial. Lo cual implica que, más allá de la mera capacidad, por ejemplo, de planificar una cacería, nuestra especie debe tener también la de formar alianzas, organizar las diferentes tareas necesarias en una comunidad creciente, transmitir los conocimientos acumulados de generación en generación… Es decir, toda una ‘inteligencia social’ que pudo perfectamente ser la presión evolutiva que forzó la expansión y reorganización del cerebro, y por ende, la forma única de nuestra estructura craneal entre todos los primates.

Según los investigadores, el ‘motor del cambio’ de nuestra especie fue una ‘mezcla dinámica’ de presiones. El aumento del cerebro llevó primero a mejorar las herramientas y a explotar mejor los recursos, lo que a su vez permitió mantener grupos cada vez más grandes, que a su vez requirieron un cerebro cada vez más capaz de gestionar esa complejidad… En definitiva, un ‘bucle de retroalimentación positiva’ que aceleró al máximo nuestra evolución craneal.

El trabajo de Gómez-Robles y su equipo, por lo tanto, nos lleva a mirar ‘más allá’ de la mera inteligencia, y sugiere que el camino para convertirnos en lo que somos no fue sólo un triunfo de la razón, sino también una victoria de la paulatina sofisticación de nuestras sociedades y la cada vez mayor complejidad de nuestras relaciones con los demás.

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