Por el valle del Corneja, un lugar que ni pintado

Los obispos de Ávila, los duques de Alba y el pintor Benjamín Palencia. Algo tendrá el valle del Corneja cuando estos señores venían aquí a pasar el verano. En este valle ajeno a la curiosidad de las masas entramos por el puerto de Villatoro siguiendo la carretera que va de Ávila a Plasencia (N-110) y enseguida nos desviamos a la izquierda para arrimarnos a Villafranca de la Sierra, el pueblo donde Benjamín Palencia (1894-1980) vino a lamerse los zarpazos del mundo en 1941, lejos de las miradas inquisidoras de Madrid.

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 Un viaje por los pueblos y paisajes que inspiraron al pintor Benjamín Palencia. Estampas rurales de una preciosa zona de la serranía abulense aún no contaminada por el turismo de masas  

Los obispos de Ávila, los duques de Alba y el pintor Benjamín Palencia. Algo tendrá el valle del Corneja cuando estos señores venían aquí a pasar el verano. En este valle ajeno a la curiosidad de las masas entramos por el puerto de Villatoro siguiendo la carretera que va de Ávila a Plasencia (N-110) y enseguida nos desviamos a la izquierda para arrimarnos a Villafranca de la Sierra, el pueblo donde Benjamín Palencia (1894-1980) vino a lamerse los zarpazos del mundo en 1941, lejos de las miradas inquisidoras de Madrid.

Había sido el pintor de los poetas de la Generación del 27, amiguísimo de Juan Ramón Jiménez y de Lorca —para su compañía teatral La Barraca, hizo el logo, figurines y decorados— y cofundador de la Escuela de Vallecas, pero después de la Guerra Civil se volvió más prudente, solitario y reservado y se enamoró como un místico de este escondido rincón de la serranía abulense. Le gustaban “la limpieza atmosférica que estos paisajes altos de España tienen”, sus colores, su resonancia, su austeridad sin anécdota. Le gustaban las truchas del río Corneja, las que pescaba con maestría el Tío Victorio y pintó en Bodegón y paisaje (1943). Y le gustaba Villafranca porque era el pueblo de Serafín. Con él pasó aquí todos los veranos hasta 1969, cuando este viejo criado murió, y luego con su hermana, Salomé Palencia.

La casa de Benjamín Palencia y la ruta de los Molinos

Junto a las antiguas eras donde Palencia veía trillar y aventar las mieses y amontonar la paja en rubios almiares, como recuerdan muchos de sus cuadros, hay una casa con las iniciales BP inscritas sobre la puerta, que fue diseñada para él en 1954 por el poeta Luis Felipe Vivanco. Ahora es un alojamiento rural que, a juzgar por las reseñas de Google, no alquila demasiada gente. En cualquier otro lugar del mundo, la casa de un pintor famoso estaría siempre a tope y tendría mil reseñas, pero en el valle del Corneja no. Casi mejor. La mesa del jardín es una redonda muela, una de las mil piedras de granito que dieron vueltas hasta desgastarse en los molinos del río Corneja. Solo en Villafranca de la Sierra y el pueblo de más arriba, Navacepedilla de Corneja, hubo 22 aceñas. Sus ruinas pueden rastrearse siguiendo la ruta de los Molinos, un sendero lineal bien señalizado de 8,5 kilómetros y unas dos horas y media de duración (solo ida).

El molino del tío Alberto, en Villafranca de la Sierra.

La misma carreterilla que lleva a la casa de Benjamín Palencia muere 600 metros más adelante en el lugar de La Ribera, a orillas del Corneja, donde el pintor durmió los primeros veranos, arrullado por el runrún de los molinos de los Argenta y de la Angorra. Subiendo a pie por el sendero ribereño se ven los restos de otras nueve aceñas y, en poco más de media hora, se llega a una auténtica cápsula del tiempo, el molino del Tío Alberto, que estuvo en funcionamiento hasta los años setenta del pasado siglo y habitado y bien mantenido por su dueño hasta 1999, año en que murió. Parece que ayer mismo Alberto Jiménez Montenegro llenó el último saco de harina, cubrió con ceniza el rescoldo del hogar y se fue a la cama en una alcobita ciega, sintiendo a su alrededor la respiración cada vez más lenta de una casa de 130 metros cuadrados, de una cuadra de 50, de una pocilga de 32 y de un molino de cubo alimentado por una cacera de medio kilómetro, digna de un acueducto romano.

Los sábados y domingos, el molino del Tío Alberto se abre y se enseña gratuitamente a los curiosos. Quizá estos deberían pagar algo. A lo mejor así, además de mantener en pie el molino y las dependencias anejas, podían arreglarse cuatro cosas de la maquinaria y volver a ponerse en marcha.

Quien no quiera andar mucho, puede acercarse en coche a esta última aceña y, después de visitarla, subir dando un paseíto por la ruta de los Molinos hasta el mirador del Avión, cerca ya de Navacepedilla de Corneja, donde el pintor venía con Serafín a tomar apuntes de estas montañas. Si le gustan las mariposas, por este camino verá pavos reales (Aglais io), ortigueras (Aglais urticae), bipunteadas dafnes (Brenthis daphne), mediolutos ibéricas (Melanargia lachesis), doradas (Thymelicus), gitanillas de cinco puntos (Zygaena trifolli) y limoneras (Gonepteryx rhamni). Palencia, que sepamos, no pintó mariposas en ninguno de sus 600 cuadros, pero Alberto Schommer lo fotografió con una en 1974, en su magnífica serieRetratos psicológicos.

Bonilla de la Sierra: antigua villa obispal

La plaza Mayor y la iglesia de Bonilla de la Sierra, en el Valle del Corneja.

Otro lugar del valle que hay que ver y pasear despacio es Bonilla de la Sierra. En 2019 fue admitido en el club de Los Pueblos más Bonitos de España. Si hubiera un club de los más solitarios, también debería formar parte, porque cuesta tropezarse con alguno de sus 163 vecinos. La tranquilidad que se respira no debe ser algo reciente porque la antigua bonna villa era una especie de Castel Gandolfo castellano, donde los obispos de Ávila descansaban en verano del peso de la mitra. Por la puerta de Piedrahíta se entra en esta población que rodeaba antaño una muralla de más de un kilómetro y en cuya plaza porticada se erige, inmensa y fantasmal, la iglesia gótica de San Martín de Tours. Al lado yacen las ruinas del castillo-palacio donde los mitrados abulenses ronroneaban como gatos disfrutando de tanta paz. Aunque, para ronronear en Bonilla, ningún lugar como El Mirador de El Gato, dos casas rurales con vistas a las montañas en la finca El Lavadero del Rosario, donde antiguamente se esquilaban las ovejas trashumantes y se lavaba su lana. Mamen Lobato y Juanje Chica se desviven para que sus huéspedes estén a gusto e informados de todo lo que se puede ver y hacer en un valle al que apenas nadie llega sabiendo algo.

Goya y Cayetana en Piedrahíta

En Bonilla de la Sierra no se ve un alma. En Piedrahíta, en cambio, la vida bulle por doquier. El palacio de los Duques de Alba es hoy un colegio lleno de risas y canciones, como debió de haberlas en su día, cuando la XIII duquesa de Alba posaba para Goya en una esquina del jardín, rodeada de vendimiadores. Goya no oiría los alegres gorjeos de su musa y mecenas. Qué pena. Aquí, en 1812, hizo el dibujo para el grabado Las cifras de la mano, un alfabeto dactilológico, para sordos como él.

El palacio de los Duques de Alba, en Piedrahíta.

Jovellanos y Meléndez Valdés fueron otros ilustres que frecuentaron “su casa de campo”, como la duquesa llamaba a este palacio de estilo francés que su abuelo —el Duque Viejo, XVI Señor de Valdecorneja— había encargado en 1755 a Jaime Marquet. No se puede curiosear dentro del palacio, pero sí pasear por sus jardines para abrir el apetito y luego saciarlo en el restaurante del Hostal Goya con unas patatas revolconas y un chuletón de Ávila. Para variar, podemos comer una pizza artesana –de carne mechada picante, de chipirones, de boletus con crema de setas…– en la pizzería del hotel rural La Cayetana. El propietario, Julio Gómez, es también monitor astronómico Starlight: un ameno conversador sobre constelaciones y galaxias y la mejor compañía para disfrutar del cielo purísimo del valle del Corneja. Para esto último, hay que llamarle con tiempo (690 25 59 99).

Peñanegra y El Mirón, dos miradores extraordinarios

A pocos kilómetros de Piedrahíta hay dos miradores extraordinarios, donde alucinar de noche y, más aún, de día. Uno es el puerto de Peñanegra, que se encuentra a 1.919 metros de altura en la sierra de Villafranca, dominando, por un lado, todo el valle del Corneja y, por el otro, el alto Tormes y el murallón de Gredos. Es un lugar idóneo para hacer parapente —ha acogido incluso campeonatos mundiales—. Steve Ham y Puri Almansa, de FlyPiedrahíta, nos llevarán a volar con ellos en parapente biplaza. Despegaremos del puerto y aterrizaremos en Piedrahíta.

El otro mirador es el castillo de El Mirón, una ruinosa fortaleza medieval que atalaya un inmenso panorama desde lo alto de un peñasco situado a 15 kilómetros al noroeste de Piedrahíta, donde se han hallado también restos mozárabes, romanos, vetones y anteriores. Es un lugar de pura roca. Desde el pueblo de El Mirón se llega paseando en cinco minutos. Antes o después de subir, hay que probar las croquetas del bar Barbacoa.

Última foto y último cuadro: el castillo de Valdecorneja

El puente románico sobre el río Tormes, en El Barco de Ávila.

La carretera N-110 conduce sin pérdida a El Barco de Ávila, donde se alza el castillo de Valdecorneja, una fortaleza gótica, del siglo XIV, que fue propiedad de la Casa de Alba. Antes de llegar, merece la pena desviarse a Aldeanueva de Santa Cruz para admirar el Antiguo Convento de las Monjas. Y, una vez en El Barco, conviene arrimarse a la ermita del Cristo del Caño, en la orilla izquierda del Tormes —el río que se bebe al Corneja aguas abajo, donde termina Ávila y empieza Salamanca—, para hacer la mejor foto de la población y seguramente de toda la ruta, con el puente románico en primer plano y, al fondo, en lo más alto, el castillo. O mejor que una foto, para hacer un cuadro, como el que pintó Benjamín Palencia en 1953.

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