El pescador de arrastre vive y trabaja en régimen de libertad vigilada. A las cinco y media de la madrugada, Marcos Curto (54), armador y patrón de la embarcación Pepita Comí , como todos sus colegas del mediterráneo español, enciende el ordenador portátil y solicita telemáticamente a la secretaria general de pesca la asignación de un número de marea sin el cual no podría salir a faenar.
Los burócratas y las últimas limitaciones impuestas por la UE abocan al sector a una situación límite
El pescador de arrastre vive y trabaja en régimen de libertad vigilada. A las cinco y media de la madrugada, Marcos Curto (54), armador y patrón de la embarcación Pepita Comí , como todos sus colegas del mediterráneo español, enciende el ordenador portátil y solicita telemáticamente a la secretaria general de pesca la asignación de un número de marea sin el cual no podría salir a faenar.
El primer contacto del día es con la administración. Pero no será el único. Antes de regresar a puerto, como máximo a las cinco de la tarde, deberá informar al mismo organismo del tiempo que ha navegado y por dónde. También de las horas que la red ha estado en el agua y en qué coordenadas. Además, deberá comunicar con un margen de error que no supere el 10%, una estimación del peso exacto de las capturas de las especies que en conjunto superen los 50 kilos.
Pero tampoco acabará aquí la orgía de burocracia en la que está obligado a participar. Una vez subastada la captura del día, Marcos abrirá por última vez su portátil. Copiará literalmente la hoja de venta que le habrán entregado en la lonja. Un papel en el que figuran desglosadas todas las especies capturadas con el peso exacto vendido de cada una. Si esta información no coincide con la estimación que él mismo había comunicado previamente, antes del regreso a puerto, se expone a una sanción económica.
La jornada del hombre de mar en tiempos de internet es capicúa y nada romántica: empieza y acaba con exigencias de la administración. Él las cumple en primera persona, pues su jornada es extensísima y sobrepasa las sesenta horas semanales. Por el contrario, los funcionarios todavía duermen cuando él rellena el primer formulario porque es demasiado pronto y ya hace horas que están en casa cuando envía el último porque es ya tardísimo.
El listado de obligaciones tiende al infinito. Añadamos tan solo una más. La embarcación lleva dos aparatos electrónicos que siempre han de estar en funcionamiento para enviar permanentemente señal a las autoridades pesqueras sobre cuál es su posición exacta en todo momento. Hay delincuentes en libertad condicional, otros en plena libertad, viviendo mucho más tranquilos y menos exigidos por las autoridades que los pescadores del Mediterráneo español.
La última vuelta de tuerca de la Comisión Europea a las barcas de arrastre, con la propuesta inicial después flexibilizada de dejarlos pescar sólo 27 días por año, ha dejado heridas en todos los puertos pesqueros. En un grupo de WhatsApp en el que hay patrones de embarcaciones catalanas, valencianas y andaluzas, el ambiente bascula entre el de un velatorio y el de una asamblea revolucionaria. Ganan los primeros, los resignados. Entre otras cosas porque cada puerto acostumbra a hacer la guerra por su cuenta. El sector es demasiado pequeño y fragmentado geográficamente para una lucha conjunta y continuada.
La flota adelgaza desde hace años. También las tripulaciones. Hoy son habituales las marinerías de tres o cuatro miembros, incluyendo al patrón. Es el caso de la Pepita Comí , el arrastrero en el que nos hemos embarcado esta semana.
“Solo queremos trabajar. ¿Por qué nos lo ponen tan difícil los políticos? ¿Quieren acabar con nosotros?”
Marcos pertenece a la cuarta generación de pescadores. Su hijo, Guillem (22), será la quinta. Una excepción en un mundo en el que los herederos difícilmente siguen ya la estela paterna. Completan la tripulación Aleix (22), pescador local vocacional –otra excepción– y Salifú (49), de origen senegalés. Peruanos y senegaleses son habituales en los roles de hoy en día en sustitución de las vocaciones indígenas, cada vez más escasas.
“Este oficio se lleva en la sangre, esto has de escribirlo tal cual, Josep”, me dice Marcos cuando todavía es de noche cerrada, nada más soltados los cabos para iniciar la maniobra de salida del puerto. Calamos a tres millas exactas de la costa. Estos días se hacen dos pasadas (dos maniobras de calar y chorrar, con cuatro horas de arrastre de la red cada vez). Finalizada la calada, Aleix y Salifú se echan a dormir. A lo largo del día, Salifú viajará a proa varias veces para hacer los honores a Alà. Es el amo del mar, del tiempo y de los peces considera. Marcos bromea: “Cuando van mal dadas con las capturas le digo que su amigo Alá debería ayudarnos un poco más”.
“Sólo queremos trabajar. ¿Cómo puede ser que nos lo pongan tan difícil las administraciones y los políticos? ¿Quieren acabar con nosotros? ¿Somos un estorbo? ¿Quieren que desaparezcamos? ¿Quién está más interesado que nosotros mismos en que haya peces en el mar? Marcos es una metralleta de hacer preguntas. Yo no soy nadie para responderle.
Prosigue: “Hace muchos años que nos pusimos las pilas. Hacemos dos meses y medio de veda biológica, las mallas son más grandes, pescamos menos días, respetamos las zonas de exclusión. ¡Hacemos las cosas bien! Y en vez de premiarnos nos castigan. Ni tan siquiera hacen caso de los datos que afirman que los caladores están recuperados. Cuesta mantener la ilusión para salir a la mar. Y mira, yo en unos años me jubilaré. Pero, mi hijo, ¿No tiene derecho a ganarse la vida en un oficio honrado como éste?” El monólogo, obsesivo y justificado, se repetirá muchas veces.
Chorramos a las 11. No hay mucho pescado en el copo. “Señala cambio de tiempo”, dice Marcos. Antes que Salifú y Aleix empiecen a seleccionar la captura por especies y medidas, calamos otra vez. Entre el pescado desparramado en cubierta sobresale una lubina grande que señala el frío de invierno. Sepias, chipirones, merluza, salmonete, pulpo, gamba blanca, algún que otro lenguado, etc. La cubierta es una anarquía de pescado esperando a ser depositado cada uno en su caja. Acabado el triaje asamos caballa mientras la barca sigue arrastrando. Hace un rato que lo que ahora se come todavía nadaba. Una explosión de sabor. ¡A la salud de los burócratas!
A las tres chorramos de nuevo. Otra vez el triaje. Ahora, además, hay que estibar el pescado. Embellecer la presentación para llevarlo a subastar. La marinería se aplica y en un plis plas la captura presenta ya un aspecto impecable, digno de la pescadería más glamurosa. Esta semana será solo de cuatro días. El viernes la mestralada impedirá que salgamos a faenar. Un jornal perdido.
Pagado el fuel, la seguridad social y los gastos comunes queda una parte de 500 euros por barba. Unas semanas algo más, otras algo menos. Cada barca hace sus números en función de sus capturas. No es una bicoca de oficio. Cada euro que llega el bolsillo se padece de verdad. Y dos meses y medio, los de la veda biológica, al paro.
La jornada del hombre de mar es capicúa: empieza y acaba con exigencias de la administración
El romanticismo del mar es solo cosa de poetas, pintores y gente bien que se hacen pasar por hombres de mar algunos ratitos en verano. El arrastre es pura prosa. “No acabarán con nosotros. Resistiremos”, dice Marcos cuando despedimos la semana. Su bisabuelo estaría orgulloso. Otra cosa es que lleve razón en su vaticinio. La verdad es que pintan bastos.
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