‘No voy a ninguna parte’, de Rumena Bužarovska

(Traducción del macedonio de Krasimir Tasev)

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 Un fragmento del nuevo libro de cuentos de la autora macedonia, que disecciona mordazmente las relaciones de pareja  

(Traducción del macedonio de Krasimir Tasev)

Que les hiciéramos una visita: ese fue el motivo de la llamada de Tania y Kire.

—Nos mudamos la semana pasada y muy pronto tendremos todo el piso acondicionado —declaró Tania en voz tan alta que tuve que apartarme el móvil de la oreja.

Oía a Kire comentar algo en segundo plano. Es una de las malas costumbres de la gente que más me saca de quicio: que haya alguien ladrando a mi alrededor mientras estoy hablando por teléfono, sin que le importe si está molestando. «¡Que vengan temprano, antes del anochecer!», gritó Kire, y enseguida Tania me transmitió sus palabras:

—¡Venid sobre las siete, antes de que anochezca!

Nino estaba sentado a mi lado, haciendo crucigramas. Le di un codazo y puse los ojos en blanco, pero él se limitó a encogerse de hombros, resoplando ruidosamente por la nariz.

—De acuerdo, así quedamos —le respondí a Tania y me apresuré a colgar. Después suspiré—: ¡Uf! Casi me revienta el tímpano. Lo has oído todo, ¿no? —Nino asintió con la cabeza—. Hemos quedado mañana. ¡Dios mío, cómo odio estas cosas! Habrá que comprarles algo.

—Ahora mismo no andamos muy bien de dinero —comentó Nino sin levantar los ojos del crucigrama.

En la punta de la nariz tenía las gafas de lectura que se había comprado en el mercadillo el mes pasado. Solo se las ponía en casa porque le costaba reconocer públicamente que estaba envejeciendo.

—Ya lo sé —repuse, pensando en el billete de mil denares que había guardado en el pequeño bolsillo lateral de mi bolso por si de repente me daban ganas de salir a divertirme o a comprarme algo. También tengo trescientos euros en el banco, en una cuenta especial. Nunca se sabe. A Nino esas cosas no le preocupan. A veces pienso que seguramente sospecha que tengo un dinerillo a buen recaudo, y que está tan pancho porque piensa que son fondos de los dos, para que los utilicemos en caso de emergencia o si surge algún imprevisto.

—Tendremos que apretarnos el cinturón para llegar a fin de mes —anunció.

Eso quería decir que, para comprarle un regalo a Tania y Kire, nos veríamos obligados a comer guiso de patatas, lentejas o frijoles varios días seguidos y no podríamos salir a tomar un café o una cerveza, ahora que se acercaba el fin de semana. Nos sería imposible recibir invitados en casa, a no ser que trajeran su propia bebida, pero a esas alturas ya nos daba vergüenza pedirles semejante cosa a nuestros amigos. Además, ellos tampoco andaban muy bien de dinero. A veces me daba la sensación de que se limitaban a esperar a que nosotros los invitáramos.

Permanecimos un rato en silencio.

—Bueno, no nos queda otra. Tenemos que comprarles algo.

—¿De verdad es necesario? —preguntó Nino. Su desconocimiento de las convenciones sociales siempre me ha sacado de quicio.

—Sí, de verdad. Podríamos pasar por la tienda de JYSK ma- ñana, camino de su casa —le dije, a sabiendas de que era un sitio caro. Me moría de ganas de ir y pasar un rato fantaseando que algún día me iba a comprar aquellas almohadas de plumas, aquellos felpudos multicolores, aquellos elegantes juegos de jaboneras y portacepillos que, en ese momento, ni teníamos dónde colgar ni habría manera de colocar sobre nuestro lavabo medio caído.

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—¿Se te ocurre qué podrían necesitar? —me preguntó mientras rellenaba el crucigrama con sus torpes y desmesuradas letras que se salían de las casillas y que a veces tachaba con el bolígrafo, apretando tanto que perforaba el papel. El sonido que acompañaba aquella acción me ponía la piel de gallina. Lo mismo que su horrible caligrafía.

—¡Cómo voy yo a saber qué necesitan! Nunca he entendido esa costumbre de tener que llevarle un regalo a la gente cuando se muda. Sería inútil preguntarles qué les hace falta, porque no te lo van a decir. «¡No necesitamos nada!», dirán. ¡La dichosa falsa humildad de los macedonios! —exclamé, enfadada.

—Mmm —murmuró Nino, mirándome por encima de las gafas para indicar que estaba de acuerdo conmigo. Después se las quitó y se quedó pensando—. Sí —añadió, y volvió a callar.

Siempre tardaba un buen rato en decidir lo que iba a decir. Al inicio de nuestra relación, ese comedimiento en cada frase me entusiasmaba, porque era todo lo contrario de lo que yo suelo hacer: las palabras me salen de la boca en el instante mismo en que nacen en mi cerebro. Con los años, sin embargo, esos silencios de Nino mientras le da mil vueltas a lo que va a decir han comenzado a crisparme los nervios.

—Sí —repitió—. ¿Te acuerdas de cuando nos mudamos aquí?

Tom y Lydia nos regalaron ese florero.

Los dos a la vez posamos la vista sobre la vasija en cuestión: se la veía desde cualquier punto, dadas las reducidas dimensiones de nuestra sala de estar, cuya pared principal estaba escondida detrás de una mole de pequeños armarios cuadrados de color blanco, con tiradores marrones redondos. Algunos tiradores se habían caído y perdido, dejando al descubierto los pares de agujeros de los tornillos, que parecían hocicos de cerdos. Varias de las puertecillas estaban deformadas y los resquicios dejaban ver hilachas de madera vieja. El arquitecto había diseñado en esa misma pared dos estanterías, en las que habíamos reunido nuestra biblioteca: libros de cuando éramos pequeños, traducidos al serbio, en su mayoría colecciones que cada uno se había traído de su casa. Apenas teníamos libros nuevos. Solíamos decir que se debía a que las traducciones al macedonio eran pésimas y las ediciones serbias, carísimas. En otra época, las estanterías habían estado protegidas por cristales, pero, una vez rotos, el casero se había limitado a quitarlos, creyendo tal vez que tampoco quedaba tan feo. En el centro de la estantería había un hueco profundo, destinado a albergar una tele. La nuestra era pequeña —aun así, más que suficiente en una habitación tan diminuta—, por lo que a su lado habíamos colocado el florero de Tom y Lydia, el objeto más bonito en toda la casa.

Imitaba un ánfora griega de estilo clásico: no de las largas y delgadas, sino más redondeada. Era más pequeña que las de los museos. Además, no era marrón y no presentaba los típicos mo- tivos griegos: de lejos parecía de un verde oscuro muy intenso, pero de cerca se podían diferenciar varios tonos de verde que se confundían entre sí debido a la textura de finos surcos, que daba la impresión de una superficie áspera, casi pétrea. Contemplar ese florero me relajaba. A menudo mi mirada se posaba sobre él mientras veíamos la tele. Siempre que me acordaba de Tom y Lydia, sentía que una ternura muy especial inundaba el espacio entre mi estómago y mi garganta.

Creo que habría que buscar el origen de esta sensación en el recuerdo olfativo asociado a ellos. Sus perfumes no eran fuertes, pero siempre que Lydia se ajustaba el fular o Tom se me acercaba, yo los percibía con nitidez: el de él, un poco más intenso, pero aun así fresco; el de ella, con notas más bien florales que evocaban una crema de manos de las caras. Lydia tenía un olor similar al de todas aquellas mujeres con las uñas pintadas y brazaletes tintineantes que venían a casa cuando yo era pequeña, me acariciaban el pelo y me pellizcaban las mejillas. En cuanto a Tom, no habría sido difícil enamorarse de él: tenía la tez oscura, el iris de los ojos de un verde pálido, enmarcado en un círculo castaño, y piernas largas que solía cruzar de un modo femenino cuando estaba sentado, con total despreocupación, inclinado hacia un lado, con uno de sus brazos fusiformes y musculosos apoyado sobre el brazo del sillón o del sofá y un cigarrillo en la otra mano.

Yo había entrado en un terreno sumamente íntimo en el que dos ingleses tan refinados como Tom y Lydia no querían aventurarse, al menos no en estado de sobriedad»

—Jade-coloured —dijo Lydia al sacar el florero de la caja para entregárnoslo.

Jade. Yo no tenía muy claro de qué color era el jade, pero me encantaba el nombre de la piedra, y el hecho de que sirviese para designar un matiz cromático.

—A housewarming gift —añadió Tom con su áspera voz.

—But dis is not our apartment, ve are only renting —dijo Nino en tono de excusa, con su duro acento eslavo del que no se aver- gonzaba lo más mínimo.

—It’s a start —repuso Lydia, dirigiéndonos una mirada alentadora y entregándome el regalo.

Las sortijas de oro texturizado en sus dedos finos y fuertes, de pianista, hacían resaltar aún más el verde del florero. En mi inglés inseguro y deficiente, que pretendía imitar la impecable pronunciación de Tom y Lydia, consciente de que las vocales me salían demasiado largas y de que a veces confundía el fonema th con d o t, les di las gracias, diciendo que nos habíamos instalado en ese apartamento de forma provisional, hasta que alcanzáramos cierta estabilidad económica y resolviéramos algunos líos de herencias. Comprensiblemente, ellos no comentaron nada al respecto: yo había entrado en un terreno sumamente íntimo en el que dos ingleses tan refinados como Tom y Lydia no querían aventurarse, al menos no en estado de sobriedad. Resulta que fui yo, no Nino, la que más excusas puso, y aunque me sentó mal darme cuenta, seguí justificándome: el piso era demasiado pequeño para nosotros y demasiado antiguo, pero, eso sí, estaba muy bien situado…

—Sí, excelente ubicación —me interrumpió Tom en un intento de cambiar el tema.

—¿Y dónde vamos a poner ese maravilloso florero? —dijo Nino de pronto, desviando la atención al regalo de nuestros invitados.

Fue un paso elegante e inofensivo. En mi fuero interno le agradecí la maniobra, pero el alivio me duró muy poco, porque, acto seguido, los cuatro miramos a nuestro alrededor para comprobar que estábamos rodeados de armarios; el sofá y los dos sillones que ocupábamos estaban cubiertos con mantas para disimular su vejez y disparidad, y la mesita entre ellos tenía los bordes desportillados y estaba cubierta de marcas circulares de vasos. Apenas había espacio donde poner los pies.

—Ya le encontraremos un buen sitio —dije yo.

—Podéis colocarla en vuestra habitación, por ejemplo —sugirió Lydia, ignorando que dicha habitación no existía y que dormíamos en aquel mismo sofá que a duras penas conseguíamos desplegar, por lo que cada noche nos veíamos obligados a desplazar la mesita al rincón, junto a la butaca.

Me resultaba incómodo explicarle que no teníamos dormitorio, de modo que fingí no haberla oído.

—¿Es de Grecia? —le pregunté.

Sí, era de Grecia. Lo habían comprado en una tienda «absolutamente encantadora», en un pueblecito de esos con casitas blancas y postigos azules en las ventanas, con pelargonios colgando de los estrechos balcones, con angostas y tortuosas callejuelas empedradas, con pequeñas cafeterías en plazuelas escondidas donde uno podía pedir un dulce casero y un vaso de agua fría. El florero era obra de una artista local, pero de fama internacional.

—Hay un certificado, lo podéis leer —la interrumpió Tom, cambiando de tema porque quería hablarnos de su viaje en barco por las islas griegas. Del pulpo fresco que habían comido. De los delfines saltando alrededor de su barco velero. De las aguas límpidas en alta mar, en las que uno podía bañarse desnudo y que eran tan saladas que parecían viscosas, como si le lamieran el cuerpo a uno («¡Te hacen el amor!», exclamó Lydia, girando la cabeza con los ojos cerrados, casi eróticamente). De los pueblecitos, de una hermosura mágica. De la bondad de los lugareños. De los platos típicos de la región que habían probado.

—¡Ay, qué musaca! —suspiró Lydia.

—Svetlana hace una musaca para chuparse los dedos —los interrumpió Nino, poniéndose de pie. Llevaban ya diez minutos en casa y todavía no les habíamos ofrecido nada de beber—. Pero hoy tenemos solo cosas para picar, acompañadas de aguardiente frío o vino blanco, ambos de fabricación casera —prosiguió Nino, encorvándose ligeramente mientras ofrecía esas «especialidades caseras», como Tom y Lydia llamaron más tarde a los tomates, los pimientos, el requesón, el queso y el alcohol que mi marido había traído de la aldea de su tío.

—Mientras esté en Macedonia, no quiero oír hablar de whisky ni de pescado —dijo Lydia mientras se llevaba un pimiento a la boca. Hasta los pimientos parecían elegantes entre sus dedos.

Un día fuimos a verla tocar el piano. Llevaba mucho tiempo sin dar conciertos, pero a su paso por nuestras tierras como acompañante de Tom —que era historiador del arte y había venido en calidad de investigador universitario—, accedió a ofrecer un recital. Pese a que vivo con Nino, no entiendo nada de música clá- sica; en realidad, a él tampoco le gusta tanto, y eso que trabaja en la orquesta de la Ópera y el Ballet Nacional. En aquella ocasión, sin embargo, quedé hechizada por los movimientos del cuerpo de Lydia al tocar el piano: los codos en constante vaivén, los ojos cerrados, la espalda arqueándose al compás de la música, el balanceo incesante, a veces en círculos, la respiración ruidosa por la nariz o las bruscas sacudidas de la cabeza hacia delante, que hacían que sus sedosos cabellos grises le cayeran sobre el rostro. Pero lo más impresionante eran sus dedos: fuertes, huesudos y veloces como patas de araña. Quedé exaltada y entusiasmada hasta tal punto que, en un momento dado, de forma totalmente intempestiva, me puse a aplaudir. «¡Chist!», siseó entre dientes una señora mayor a mi lado, mirándome indignada. Estábamos sentados en la primera fila y es muy probable que Lydia me viera. Por no hablar de Tom. Se me cayó la cara de vergüenza.

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Un meteorito en el cielo de sobre el lago de Kozjak, a 45 km de Skopje, en Macedonia 
GEORGI LICOVSKI / EFE

También pasé un rato bochornoso el día de su visita a nuestro saloncito lleno de armarios. A Nino parecía que le importaba un bledo. Cada tanto se llenaba la copa de aguardiente, sudando como un puerco porque el ambiente estaba cada vez más cargado. Abrimos la puerta del balcón y la de la minúscula cocina, pero no conseguíamos ventilar la habitación. El aire se caldeó, saturado de humo, pues los cuatro fumábamos; yo más de lo normal, agobiada como estaba por recibir a Tom y Lydia en semejantes condiciones. Intentaba desesperadamente tapar con el pie una mancha en la moqueta que parecía salsa de tomate reseca. No me podía explicar cómo no había reparado en ella antes. Me arrepentí de haber invitado a Tom y Lydia a casa. Pero queríamos mantener nuestra amistad con ellos, pese a que nuestra situación económica dejaba mucho que desear. Nos halagaba que, entre todas las parejas, entre toda la gente de Skopie con la que podían trabar amistad, nos hubieran elegido precisamente a nosotros. Nos halagaba que les apeteciera emborracharse con nosotros y contarnos historias de su glorioso y apasionante pasado. Nos halagaba que quisieran que fuésemos su público. Nos halagaban también su físico y sus perfumes: esbeltos, vestidos con ropa elegante, blanca, que delineaba sus cuerpos musculosos y resaltaba el bronceado de su piel firme y reluciente.

Tampoco es que nosotros seamos feos. Cierto, nuestra casa es horrible porque no tenemos dinero para comprarnos una nueva, pero, en cambio, tenemos un aspecto impecable, sobre todo yo. Mientras me empeñaba en ocultar la mancha de salsa en la mo- queta, me di cuenta de que mis talones eran suaves como los de un bebé, mis pequeñas uñas pintadas parecían fresas silvestres y las sandalias acentuaban de manera perfecta la belleza de mis pies delgaditos. Estaba convencida de que también nuestros perfumes eran agradables y de que, si alguien hubiera entrado en aquel momento en la pequeña habitación, le habría gustado la fresca mezcla de nuestros cuatro aromas y el humo de los cigarrillos. Pero Nino ya estaba comenzando a sudar: una ristra de gotas perlaba su frente, y se habían formado manchas húmedas bajo sus axilas. Estaba borracho y empezaba a preguntar y a hablar más de la cuenta.

—En los próximos años pensamos ahorrar lo suficiente como para poder comprarnos una casa más grande. Nos gustaría tener hijos. Lo estamos intentando —dijo mirándome con sus ojos enturbiados por el aguardiente.

Era verdad, llevábamos ya dos años haciendo el amor sin pro- tección, pero en vano.

En ese momento, Tom también decidió traspasar ciertos límites y hacer una confesión:

—Nosotros tampoco tenemos hijos. No sabemos por qué. Así lo ha dispuesto la naturaleza. No nos hemos hecho pruebas

—dijo, dando una calada teatral a su cigarrillo. Después echó la cabeza hacia atrás de forma que se le marcó aún más la nuez—. Siempre hay gente indiscreta que te pregunta a bocajarro cuál es el problema, por qué no tienes hijos. A una pareja especialmente atrevida le contesté con otra pregunta: ¿se refieren a las causas físicas o a las psicológicas?

Todos chasqueamos la lengua en señal de indignación y nos quedamos un rato en silencio. Me di cuenta de que Nino se estaba poniendo demasiado sensible, como siempre que se emborrachaba. Se golpeó las rodillas con las palmas, como si finalmente se hubiera decidido a hacer algo grandioso.

—¿Me permitís que os toque algo?

Tom y Lydia se acomodaron en sus asientos, entusiasmados.

—Por supuesto, ¡cómo no se nos ocurrió antes! Nos encantaría —dijeron.

Nino sacó el violín del estuche que solía dejar detrás de la puerta.

—Un aire tradicional —anunció, dejando el tiempo necesario para que Tom y Lydia suspiraran con satisfacción, y luego empezó a tocar una versión jazz muy suya de la canción popular «Kaži, kaži, libe Stano» mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

La canción era demasiado lenta y triste para mi gusto y, además, el arreglo me parecía excesivamente recargado, por no decir de taberna. Pero eso no les molestó lo más mínimo a Tom y Lydia, que aplaudieron con entusiasmo al finalizar la interpre-tación.

—It’s about a couple which can’t have kids —se lanzó a explicar- les Nino—. De man says to de voman: do you need anytting? Money or clothes? She says: no, I have everytting, but I don’t have child. De man says to de voman: I’m going to go to Greece and get you golden child. She says: golden child can’t call me dear mommy. Very sad.

—Heartbreaking —dijo Lydia, y se llevó a la boca la copa de aguardiente, golpeándose un diente sin querer—. Ouch!

Tom, por su parte, dejó su copa sobre la mesa con más fuerza de la que pretendía y se tapó la cara con sus largas manos.

—O-o-oh! —empezó a gimotear. Todos sabíamos que iba a echarse a llorar, porque era su reacción habitual cuando estaba borracho. Una vez se le saltaron las lágrimas por el tsunami en Indonesia, pero siempre lloraba con más fuerza por la guerra de Bosnia. No podía entender qué le pasaba al género humano. De- cía que el mundo se estaba desintegrando y que se acercaba el Apocalipsis—. Things fall apart. The centre cannot hold —dijo. Más tarde supe que se trataba de una cita famosa de un poeta irlandés, no recuerdo el nombre—. To make a child a man, a man a child! —gritó varias veces, con solemnidad, como si se tratase de una cita celebérrima e importantísima.

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Lydia lo miró comprensiva mientras Nino y yo permanecíamos callados. Ellos dos sabían tantas cosas… Eran gente excepcionalmente culta, viajada, de amplios horizontes. No conocíamos a nadie como ellos. Eso sí, bebían un poco más de la cuenta, pero a Nino y a mí también nos gustaba tomarnos un par de copas de vez en cuando. Lydia se puso a acariciarle el cuello mientras él se agarraba la cabeza con las dos manos, presa de un desconsuelo dulce e inspirador. Daba gusto presenciar semejante rapto de ternura, y aún más contemplar a Lydia acariciando a Tom, ver cómo él se le iba pegando, recostaba la cabeza y frotaba la cara contra su pecho, le pasaba el brazo por la cintura, deslizaba espasmódicamente la otra mano hacia arriba, hasta el otro pecho, y comenzaba a apre- tarlo, mientras Lydia le despeinaba el espeso cabello rubio ceniza. Frotándose contra sus senos, Tom empezó a desplazar la cabeza hacia arriba y a besarle el cuello entre leves suspiros.

—My darling, my darling, it’s okay —le susurró ella, mordiéndole suavemente la oreja.

Por regla general, me resulta desagradable presenciar muestras de cariño entre otras personas. En aquella ocasión, sin embargo, me excité. Sentí un soplo cálido en mi cuerpo. Nacía en mi regazo y subía en espiral hasta mi tráquea. Era incapaz de articular palabra, tenía la sensación de que me iba a derretir. Entonces, Lydia dijo que tal vez fuera hora de marcharse. Tom pareció despertar y empezó a prodigarnos elogios, aunque con voz llorosa:

—Sois unos anfitriones extraordinarios, de verdad. ¡Lo hemos pasado de maravilla!

—Tenéis que volver —declaró Nino con voz soñolienta.

Por alguna extraña razón no quiso levantarse del sillón. Me indicó que acompañara a los invitados a la salida. Primero Lydia y después Tom se inclinaron para besarle. Fui a despedirlos a la puerta —a cuatro pasos, literalmente—, donde me abrazaron los dos a la vez, transfiriéndome cada uno su perfume. Tom me dejó, además, sus lágrimas en las mejillas, que no quise secarme ni siquiera cuando hube cerrado tras ellos.

Nino seguía arrellanado en el sillón. Cuando pasé a su lado —algo inevitable en una habitación tan estrecha— me agarró, obligándome a sentarme en su regazo: enseguida me di cuenta de que tenía una erección. Me pasó la lengua por el cuello, me quitó la camisa, estuvo un tiempo lamiéndome y apretándome los pechos; luego me derribó sobre el sofá y, con un rápido movimiento, me sacó las bragas y me penetró. Al principio sentí una excitación tan fuerte que me olvidé por completo del mundo que me rodeaba —cosa que no me sucede a menudo—: era toda fluidos, piel, músculos. Al poco, sin embargo, Nino fue ralentizando sus movimientos y su pene perdió algo de su dureza. Se me despertaron los oídos. Percibí el crujir rítmico del sofá, parecido al de un columpio oxidado que amenaza con descolgarse en cualquier momento. Abrí los ojos y vi aquellos armarios con sus pares de agujeros como hocicos de cerdos observándonos a hurtadillas des- de todos lados. Justo entonces Nino se detuvo.

—Se me ha agarrotado la rodilla. Uno de los resortes me la está destrozando —se quejó.

Sus palabras me produjeron un leve malestar. Me sentí como en el instituto, cuando hacía el amor en la cama de mi hermano.

—Fóllame en la mesa —le dije, sin saber muy bien de dónde habían salido aquellas palabras. Nunca había hablado de esa manera. Le pedí que me llevara en brazos al pasillo que hacía las veces de cocina, donde había una mesita tan diminuta que no cabían más de dos personas comiendo al mismo tiempo, pero él no consiguió levantarme y tuvimos que caminar los dos hasta allí, semidesnudos. Me subió a la mesa y seguimos haciendo el amor de esa forma precaria. Aquella vez decidí no abrir los ojos. Tuve la fantasía de que Nino era Tom, y de que Lydia estaba sentada en el sofá, observando el vaivén del culo cobrizo de su marido entre mis piernas.

—¡Córrete!

Otra expresión que nunca utilizo. Sentí una sustancia similar al azúcar henchir mis caderas un instante antes de que Nino eyaculase dentro de mí. Después me pasé toda la noche con ganas de vomitar.

Desarrollé una suerte de intolerancia hacia las cosas de bebés: me exasperaba cada vez que veía cunas, cualquier tipo de adornos colgantes para ellas o armarios de colores pastel»

Al día siguiente me di cuenta de que estaba en mis días fértiles. Si nace varón, le pondremos Tomislav, pensé; si es una chica, se llamará Lydia. Se lo dije a Nino. Me miró extrañado.

—¿Por qué? —preguntó. Me percaté de que habíamos vivido dos experiencias totalmente diferentes.

—Son nombres bonitos —mentí, pero Nino no tiene un pelo de tonto.

En cualquier caso, no me quedé embarazada. Ni entonces ni las siguientes veces que hicimos el amor. Los médicos nos aseguraban que, desde el punto de vista físico, estaba todo en orden y no había ninguna razón objetiva para que «no pudiéramos concebir». A raíz de todo eso, desarrollé una suerte de intolerancia hacia las cosas de bebés: me exasperaba cada vez que veía cunas, cualquier tipo de adornos colgantes para ellas o armarios de colores pastel. Los artículos para niños pequeños me recordaban no solo nuestra incapacidad de tener hijos —la principal causa de que el sexo se convirtiera para nosotros en una actividad rutinaria y fatigosa—, sino también el hecho de que aún vivíamos en aquel piso abarro- tado de armarios, en el que ni siquiera cabría una cama infantil. De hecho, no había espacio para nada.

Quizá como consecuencia de todo ello, empecé a sentir la necesidad compulsiva de entrar en las tiendas de camas, cojines y otros artículos para cuartos infantiles, y dedicarme a cambiar las cosas de sitio. Era un impulso irrefrenable.

Como no podía ser de otra manera, cuando fui a la tienda de JYSK, me refugié primero donde las almohadas de colores. Allí me sentía más protegida. Había entrado con la intención de comprar un juego de cojines para Tania y Kire: al menos un par, porque no habría estado bien llevar de regalo uno solo. Pero el precio de la unidad (¡un solo cojín!) resultó prohibitivo: seiscientos denares, cuando yo no tenía más que mil. Así que tuve que abandonar el plan de regalarles algo que a mí misma me habría encantado tener. No sufría tanto por no poseer un sofá o sillones normales, sino por los cojines con los que los habría adornado.

Después me fui al departamento de Textil y Hogar, no porque esperara poder comprar un juego de sábanas con almohadas —además de no tener ni idea de las dimensiones del lecho de Tania y Kire, estaba segura de que el precio rebasaría con creces mi pre- supuesto—, sino porque nuestra propia ropa de cama era feísima. Nino siente una pasión inexplicable por la tela listada y un día trajo a casa unas sábanas de rayas estilo Auschwitz y un pijama a juego para sí mismo.

Al final me llamaron la atención una serie de relojes de pared que estaban de oferta, algunos de los cuales eran de una asimetría que me pareció sumamente original. Pensé que, a nivel simbólico, tal vez no fuera muy conveniente regalarle un reloj a una pareja joven. Si me lo dieran a mí, por ejemplo, lo interpretaría como un mensaje: una insinuación del paso del tiempo y de que estoy envejeciendo. Sería como si les deseara: «¡Que el reloj vaya desgranando los días que os quedan!». Pero también cabía la interpretación contraria: «¡Que paséis un siglo juntos!». Sí, eso era lo que les iba a decir cuando les entregara aquel reloj tan chulo que, por otra parte, no sabía si encajaría con la decoración de su casa.

Me sobraron doce denares: un cambio tan ridículo que decidí gastarlo. Entré en el primer estanco que encontré y me compré una caja de cerillas por ocho denares. La calderilla restante la dejé caer al suelo mientras caminaba.

—¡Señora, señora! Se le ha caído algo —me llamaron dos ciudadanos honestos.

Me giré hacia ellos y les lancé una mirada glacial, señalando con ojos desdeñosos las monedas, como diciendo: «Os las regalo, podéis recogerlas si queréis». Mientras esperaba a Nino delante de la tienda, junto al paso de peatones, fui encendiendo una a una las cerillas, dejándolas caer a mis pies en cuanto se quemaban hasta la mitad. Cuando llegó mi marido, yo estaba en el centro de lo que parecía una pequeña hoguera.

Odio viajar en nuestro coche. Cuando vamos de vacaciones a Ohrid, el trayecto es una auténtica tortura: dos horas y media interminables, durante las que me da la sensación de ir montada sobre un tubo de escape descolgado. Hay un ruido de mil demonios, entran corrientes de aire por todas partes, las vibraciones te sacuden hasta las vísceras y, además, apesta a plástico barato. Nuestro coche parece de juguete, como si no estuviera diseñado para adultos.

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Una familia se refresca, en una plaza de Skopje 
GEORGI LICOVSLKI / EFE

Nino acababa de salir de un ensayo en la Ópera. Tenía un aire pensativo mientras conducía hacia la casa de Tania y Kire.

—¿No te interesa saber qué regalo he elegido? —le dije con tono mordaz, casi gritando para hacerme oír en medio del fragor de nuestra chatarra ambulante, cuyos temblores se convertían en sacudidas violentas cada vez que topaba con alguno de los incontables baches de las calles de Skopie.

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