Tel Aviv engañó a los inspectores estadounidenses para desarrollar estas armas. La primera vez que Netanyahu dijo que Teherán estaba a tres o cinco años de conseguir una bomba atómica fue en 1992 Leer Tel Aviv engañó a los inspectores estadounidenses para desarrollar estas armas. La primera vez que Netanyahu dijo que Teherán estaba a tres o cinco años de conseguir una bomba atómica fue en 1992 Leer
«Cuando en los 60 se preguntaba a un portavoz gubernamental qué era lo que se estaba construyendo cerca de Dimona (un enclave en el desierto del Negev) decían que era una factoría textil». La cita procede del libro Una Bomba en el sótano escrito por el investigador israelí Michael Karpin, que se atrevió a desafiar el código no escrito en ese país que prohíbe reconocer que Israel es el único país en Oriente Próximo que se ha dotado de un arsenal nuclear, esquivando el control de los inspectores internacionales.
Tel Aviv comenzó a construir su primer reactor nuclear en 1957 en Dimona, en el desierto del Negev, gracias a la asistencia de Francia, un país con el que entonces mantenía una inmejorable relación que incluso se concretó en la participación de los ejércitos de ambos países -junto al del Reino Unido– en la invasión de Egipto en esas mismas fechas.
A partir de entonces, las autoridades israelíes desarrollaron un sofisticado plan para encubrir los detalles de su proyecto que sólo salió a la luz parcialmente a través de una filtración al diario The New York Times publicada en diciembre de 1960.
Sin embargo, desde un primer instante muchos de los expertos estadounidenses encargados de vigilar Dimona comprendieron que los dirigentes de Estados Unidos, incluido el entonces presidente Ike Eisenhower, no pensaban hacer nada al respecto.
«Sabíamos que nos estaban tratando de engañar», declaró Dino Brugioni, uno de los analistas de la CIA encargado de analizar las fotos de las instalaciones tomadas por los aviones espía U2, según recoge el conocido periodista Seymour Hersh en el libro que escribió en 1991 dedicado al «arsenal nuclear de Israel y la política exterior estadounidense».
De hecho, cuando Israel negó enfáticamente en 1961 que Dimona estuvise destinado a fabricar armas atómicas -el primer ministro, David Ben Gurion, dijo que cuando estuviera finalizada, sería un centro de investigación «abierto a estudiantes» de otros países-, Washington emitió un comunicado en el que simplemente decía: «el Gobierno de Israel nos ha asegurado que su nuevo reactor sólo está dedicado a desarrollar el conocimiento científico y las necesidades de su industria, agricultura, salud y ciencia».
Las únicas inspecciones internacionales que permitió Ben Gurion a partir de 1964 fueron todo un ejercicio de encubrimiento, empezando por el centro de control falso que se construyó dentro de Dimona o la prohibición de acceder al núcleo del reactor «por razones de seguridad».
Según Hersh, hasta el intérprete asignado por Israel formaba parte de la tramoya y si veía que los científicos de su país se excedían en los datos que suministraban, les decía en un tono monocorde y en hebreo -un idioma que no entendían los norteamericanos-, «escucha, hijo de puta, no respondas a esa cuestión». Y parecía que sólo estaba traduciendo.
Que se sepa, Dimona no se ganó un renombre en el sector textil, pero sí fue el origen de las muchas docenas de ojivas atómicas que los expertos calculan que posee Israel y el corazón de un programa atómico que nunca se ha sometido al control de la Agencia Internacional de Energía Atómica.
Tel Aviv no sólo acumuló un devastador arsenal con fines disuasorios. Cuando la primera embestida de los ejércitos de Siria y Egipto desbordaron sus defensas en octubre de 1973, llegó a decretar una «alerta nuclear» y a movilizar parte de su arsenal atómico.
A partir de los años 70, Israel se instaló en lo que llamó «ambigüedad nuclear» sin que ningún país occidental intentase promover las sanciones que ha sufrido Irán y mientras que sus líderes comenzaban a alardear de su «potencial nuclear», como hizo el presidente Epharaim Katzir en 1974, Moshe Dayan en 1981 o Simon Peres en 1998.
Con la supremacía militar asegurada, el principal esfuerzo de Tel Aviv a partir de esos años fue impedir que ningún otro estado de la región pudiera ni siquiera acercarse a esas capacidades.
Así, la fuerza aérea de Israel se encargó de enterrar los esfuerzos nucleares de Irak y Siria, bombardeando en 1981 la central nuclear que Sadam Hussein había mandado construir en Osirak y las supuestas instalaciones que el régimen de Bashar Asad había edificado en la remota provincia de Deir Ezzor en 2007.
En este último caso fue el propio primer ministro Benjamin Netanyahu quien dijo que esa acción había «impedido que Siria desarrollara capacidades nucleares», aunque Damasco lo negó.
El asalto aéreo contra Osirak fue reconocido públicamente por el entonces jefe del gabinete, Menachen Begin, quien -como relata Hersh- explicó en una recepción con diplomáticos que los aviones israelíes habían destruido las instalaciones subterráneas destinadas a construir armas atómicas que habían sido ocultadas a los inspectores de la AIEA. Justo lo que había hecho Israel en los 60.
Aunque parezca paradójico, el único país que pudo avanzar en la expansión de su plan para establecer un entramado de centrales nucleares en la región fue Irán, pero no con los ayatolás, sino con el Shah Mohammad Reza Pahlavi, que empezó con un pequeño reactor en 1959 hasta pretender tener 23 centrales en todo el país.
Palevi también se instaló en ese espacio de confusión que le permitía prometer que su programa era pacífico y, al mismo tiempo, afirmar en 1975 que aunque Irán no tenía «intención de adquirir armas atómicas, si otros estados lo hacen, puede reconsiderar su política».
Estrecho aliado de la dictadura, Israel no sólo no se opuso a este magno proyecto, sino que asistió a Reza Palevi y en 1977 firmó el llamado plan Flores, que buscaba la fabricación de misiles iraníes con la ayuda de su contraparte israelí, que podían llevar «cabezas atómicas», como afirmó el general israelí Ezer Weizman en los documentos que difundió el diario The New York Times en 1986.
Tras el ascenso al poder de los fundamentalistas en 1979, tanto el ayatolá Ruhollah Khomeini como su sucesor, Ali Khameini, se pronunciaron en contra del desarrollo de armas de destrucción masivas, incluidas las nucleares, basándose en sus convicciones religiosas.
«Consideramos que el uso de tales armas es pecado», precisó Khameini en su edicto, que pese al énfasis de esa autocracia en el dogma, siempre ha sido puesto en cuestión por Tel Aviv y sus aliados.
Para Benjamin Netanyahu, el hipotético programa nuclear de Irán con fines militares siempre ha sido un mantra político que no ha cesado de repetir década tras década, sin aportar ninguna prueba sólida. De hecho, la primera vez que acusó a Teherán de estar a sólo tres o cinco años de conseguir una bomba atómica fue en 1992, un señalamiento que la historia probó como pura ficción.
Un informe de los servicios de inteligencia de EEUU indicó que aunque Irán podía haber mantenido un programa nuclear para desarrollar armamento atómico, lo canceló en 2003, aunque mantuvo el enriquecimiento de uranio.
Ese es precisamente el elemento que genera una especial polémica y todas las suspicacias de la comunidad occidental -el llamado sur global no comparte esta política- ya que cualquier programa nuclear de carácter civil permite al mismo tiempo prepararse para optar por el desarrollo de la energía atómica con fines militares. El uranio enriquecido se puede usar tanto para generar combustible para las plantas atómicas como para producir bombas.
«Es muy importante comprender que si desarrollas la energía atómica con fines pacíficos, [al final] llegas a la opción nuclear. No hay dos energías atómicas», declaró el propio padre del programa nuclear israelí, Ernst David Bergman Bergman, en una entrevista.
Japón, por ejemplo, dispone del conocimiento, el desarrollo industrial y una cantidad ingente de plutonio -casi nueve toneladas en su territorio y otras 36 en Francia e Inglaterra- para dotarse de un enorme arsenal nuclear en menos de un año, según han opinado los expertos.
Las suspicacias en torno al objetivo de la nación persa se vieron reforzadas con el último informe de la AIEA, que declaró que ese país había incumplido sus obligaciones respecto a la no proliferación nuclear tras numerosos años de desencuentros y hallazgos de trazas de material atómico no declarado.
La pugna de Israel por mantener su primacía nuclear en Oriente Próximo ha sufrido un nuevo revés en los últimos años ante la aparición de un nuevo aspirante a dicho club: Arabia Saudí.
El príncipe Bin Salman explicó en 2018 que su país construiría armas atómicas si Irán hacía lo propio. «No queremos tener bombas nucleares pero, sin duda, si Irán las desarrolla, nosotros le seguiremos tan pronto como sea posible», manifestó en la emisora CBS.
Riad fue uno de los principales financiadores del programa atómico de Paquistán y en varias ocasiones publicaciones europeas han informado sobre la decisión de este segundo país de asistir a los saudíes si deciden optar por la vía nuclear.
En septiembre del 2023, el diario The Wall Street Journal publicó un informe basado en fuentes israelíes y estadounidenses que indicaba que Tel Aviv estaba dispuesto a ayudar en el desarrollo de un proyecto para que los saudíes pudiesen enriquecer uranio, convirtiéndose así en el tercer país de la región que dispondría de tal capacidad, tras el propio Israel e Irán.
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