Si se comparan las poblaciones de lobos actuales en la península Ibérica con los datos científicos más antiguos de los años setenta del siglo XX, se puede interpretar que este depredador hoy se ha recuperado. Sin embargo, como ocurre también con otras especies y ecosistemas, la percepción cambia por completo cuando se miran periodos más amplios de la historia. Aunque en general no existen inventarios exhaustivos para la biodiversidad previos a los últimos 50 años ―salvo unas pocas excepciones―, de acuerdo a las referencias encontradas en documentos históricos por Miguel Clavero, investigador de la Estación Biológica de Doñana especializado en rastrear animales en papeles de biblioteca de siglos pasados, la presencia de lobo en la actualidad sigue siendo mucho más baja que la que había a mediados del siglo XIX. “En contra de lo que se dice, la situación actual de esta especie no puede considerarse buena, pues su población es hoy cerca de un tercio de la que había hace 100 o 150 años, ahora falta en un montón de sitios en los que estaba antes”, incide este biólogo. “Entonces había lobos en Sierra Morena, en el sur de Valencia, en todas las serranías hasta Cádiz, estaban en todas partes de la Península, salvo las zonas agrícolas más intensivas como las grandes llanuras del Ebro y el Guadalquivir, y empezaban a faltar en torno a Madrid”.
Investigadores rastrean el pasado natural del país en documentos históricos, pinturas y sedimentos para saber cómo restaurar la biodiversidad perdida
Si se comparan las poblaciones de lobos actuales en la península Ibérica con los datos científicos más antiguos de los años setenta del siglo XX, se puede interpretar que este depredador hoy se ha recuperado. Sin embargo, como ocurre también con otras especies y ecosistemas, la percepción cambia por completo cuando se miran periodos más amplios de la historia. Aunque en general no existen inventarios exhaustivos para la biodiversidad previos a los últimos 50 años ―salvo unas pocas excepciones―, de acuerdo a las referencias encontradas en documentos históricos por Miguel Clavero, investigador de la Estación Biológica de Doñana especializado en rastrear animales en papeles de biblioteca de siglos pasados, la presencia de lobo en la actualidad sigue siendo mucho más baja que la que había a mediados del siglo XIX. “En contra de lo que se dice, la situación actual de esta especie no puede considerarse buena, pues su población es hoy cerca de un tercio de la que había hace 100 o 150 años, ahora falta en un montón de sitios en los que estaba antes”, incide este biólogo. “Entonces había lobos en Sierra Morena, en el sur de Valencia, en todas las serranías hasta Cádiz, estaban en todas partes de la Península, salvo las zonas agrícolas más intensivas como las grandes llanuras del Ebro y el Guadalquivir, y empezaban a faltar en torno a Madrid”.
Esto no quiere decir que haya que recuperar necesariamente todos los lobos u otras especies tal y como estaban en el pasado, pero tener referencias fiables de cómo se encontraban antes los ecosistemas resulta clave para poder valorar su estado actual y saber cómo recuperar la naturaleza perdida. La nueva legislación europea obliga a España a restaurar el 30% de los hábitats degradados para 2030. Sin embargo, como recalca Laetitia Navarro, también investigadora de la Estación Biológica de Doñana, “los datos científicos que disponemos son muy limitados en el tiempo, representan una ventana muy pequeña de lo ocurrido, una visión de solo unos 40 años atrás”. Por eso la importancia de estos historiadores de la biodiversidad que tratan de reconstruir el pasado con la información que descubren en libros antiguos, pinturas de los museos, viejos mapas militares, sedimentos de lagos de montaña…
El documento más antiguo utilizado como fuente por Clavero es el Libro de Montería del rey Alfonso XI, una obra del siglo XIV con abundante información sobre los montes en los que el monarca iba a cazar animales. “Básicamente, te dice si cazaba puerco ―que es jabalí―, si cazaba oso o si cazaba oso y puerco”, especifica el biólogo. A partir de estas menciones, Clavero ha reconstruido la distribución del oso pardo hace 700 años. “En ese momento, en el siglo XIV, había osos hasta en Tarifa y Doñana, lo que nos muestra el pasado es que esta especie ahora restringida a las montañas de la cordillera cantábrica en realidad podría estar por todas las sierras de la península Ibérica”, señala el investigador.
Otras de las fuentes antiguas utilizadas son las Relaciones topográficas de los pueblos de España encargadas por Felipe II, unas encuestas que buscaban caracterizar los pueblos del siglo XVI, de las que quedan los registros de 630 localidades en el Monasterio del El Escorial. Estos papeles tienen muchos detalles sobre arquitectura, costumbres, religión…, pero también incluyen datos muy interesantes sobre los cultivos que se plantaban, la vegetación y la fauna. “Aquí aparece la última referencia del encebro [o cebro], una especie de burro silvestre que vivía en la Península y se extinguió por entonces”, comenta Clavero, que también ha utilizado estos documentos para mostrar cómo en esa época había anguilas por todos los ríos y para crear un inventario de la biodiversidad del siglos XVI en España de uso libre.

El mapa con la distribución del lobo a mediados del siglo XIX fue elaborado a partir de las más de 1.500 menciones de la especie encontradas en otra fuente clave, el diccionario geográfico publicado por Pascual Madoz entre 1845 y 1850, una obra descomunal en el que entonces participaron cerca de 1.400 corresponsales que durante 10 años recopilaron múltiples datos de pueblos, aldeas, ríos, sierras… Para el investigador de la Estación Biológica de Doñana este caso del lobo es un ejemplo claro de un problema relacionado con la crisis de la biodiversidad: según van pasando generaciones los humanos pierden las referencias del pasado, se produce una amnesia ambiental. “Es lo que se denomina shifting baseline syndrome, que en español sería algo así como el síndrome de las referencias cambiantes”, especifica Clavero. “Normalmente, tenemos la percepción de que el entorno ideal es aquel que vimos en nuestra infancia o aquel del que nos hablaron nuestros padres o abuelos, pero no hay posibilidad de ir más allá”. Esto provoca que a veces se piense que un ecosistema o una especie está bien cuando en realidad se encuentra mucho peor que en el pasado.
Con los árboles a menudo ocurre lo contrario, a diferencia de lo que se piensa habitualmente, hoy España está mucho mejor en bosques que hace cien años. Y cuando se indaga mucho más atrás en el tiempo, tampoco es cierto, como se repite de forma frecuente, que en época del geógrafo griego Estrabón, que vivió entre los años 64 a.C. y 21 d.C., una ardilla pudiera recorrer lo que es hoy España, desde Algeciras a los Pirineos, sin necesidad de bajarse de los árboles. “O la ardilla era voladora o es imposible que cruzara la Península saltando de árbol en árbol, pues ha habido grandes áreas que nunca han estado masivamente forestadas en los últimos 15.000 años”, señala Graciela Gil-Romera, investigadora en el Instituto Pirenaico de Ecología (CSIC), que busca huellas de la evolución de la biodiversidad en un pasado todavía mucho más lejano, que puede llegar a decenas o cientos de miles de años, en el fondo de los lagos. “Es un mito lo de que la España forestal es la España natural”, comenta. Aunque los paleocientíficos encuentran una predominancia espectacular de granos de polen de los árboles, como detalla Gil-Romera, análisis numéricos muestran que esto ocurre porque estos producen más que otras plantas. “Cuando corregimos esta sobrerrepresentación, vemos que los paisajes predominantes en buena parte de la Península durante los últimos 12.000 años han sido zonas muy reforestadas y zonas muy abiertas, un mosaico”, incide. De hecho, sus investigaciones demuestran que ya había vacas en Pirineos hace 6.000 años.
Ella no rebusca en archivos históricos, sino que perfora en los fondos de los lagos para recoger muestras de sedimentos con forma de tubo de varios metros de longitud. Según explica, de alguna manera, también son una especie de libro de la vida, pues cada capa cuenta una historia del pasado. “Nosotros podemos ir mucho más atrás en el tiempo, pero somos miopes, pues cuando queremos bajar al detalle, no podemos reconstruir lo que pasó un solo año, podemos reconstruir con suerte lo que pasó en una década de promedio”, señala Gil-Romera.
La especialidad de Navarro, la investigadora de la Estación Biológica de Doñana, es ver cómo aprovechar toda esta información del pasado de forma práctica en la restauración de ecosistemas. Como incide, que en la memoria colectiva de la gente ya no se recuerde que en sus territorios había osos o lobos influye a la hora de aceptar hoy en día la vuelta de estas especies. “Creo que esos datos históricos también pueden servir a reconectar a la gente con la historia y la biodiversidad”, destaca esta bióloga francesa.
¿Cuántos lobos u otras especies son necesarias para que conseguir que un ecosistema degradado vuelva a ser funcional? Para Gil-Romera, hay un nivel de incertidumbre muy alto para responder a esta pregunta. “Ninguna de las personas que trabajamos en ecología tenemos una certeza absoluta de que un ecosistema vaya a funcionar bien con un número determinado de lobos, incluso los modelos teóricos aplicados a nivel práctico fallan”, reconoce la investigadora del Instituto Pirenaico de Ecología. No obstante, para ella, una de las claves es “reunir los intereses de la ciudadanía con los intereses de la conservación”. “Yo no sé cuántos lobos hay que conservar, pero lo que está claro es que si haces que todos los depredadores desaparezcan de un territorio tienes un problema grave y vas a tener que hacer algo para controlar la población de conejos”.
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