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Una semana después del ritual «Estado de la Unión», Bruselas vivió ayer un choque de realidad. Mario Draghi, ex primer ministro italiano, ex presidente del Banco Central Europeo, autor de The future of European competitiveness, se subió al estrado -invitado por Ursula von der Leyen- y sacudió los cimientos bruselitas. Frente a la retórica del legado, Draghi ofreció un diagnóstico severo: nuestro proyecto común corre el riesgo inminente de «quedarse atrás» si no abandona inercias y se atreve a una transformación radical («To carry on as usual is to resign ourselves to falling behind«). «Un camino diferente exige una nueva velocidad, escala e intensidad […]. Significa concentrar los recursos donde el impacto sea mayor. Y obtener resultados en cuestión de meses, no de años».
El contraste no pudo ser más llamativo. Siete días atrás, la presidenta de la Comisión trazaba un alegato trabado en los ámbitos de defensa y exteriores, pero cojo en lo que hace al mercado interior extendido. Ahí, rezumaba autocomplacencia (ver el anterior Equipaje de Mano Estado crítico de la Unión Europea) en clave continuista; sacralizando el Green Deal y ensalzando la función reguladora de la UE como prueba de liderazgo global. Draghi discrepó. Europa se auto proyecta, de tiempo, como potencia regulatoria («Europe has long styled itself as a regulatory power«); ahora para sobrevivir debemos adaptarnos a un paisaje tecnológico y geopolítico en acelerada muda. Y dio un ejemplo elocuente. Pidió suspender la tramitación pendiente en el marco del AI Act -emblema de ordenación ex ante en inteligencia artificial-, por anacrónica: habida cuenta de los avances de empresas y potencias, estas reglas sólo producen confusión, perjudicando a los autóctonos.
Sorprende, de saque, el desarrollo de esta conferencia, a cencerros tapados; caracterizada por las indefiniciones de programación y la debilidad que traduce el despliegue arropador de pesos pesados de su gobierno. Por qué no se ha hecho antes o al menos en coordinación con la disertación de referencia. Por qué aparece la presidenta de telonera, fresca aún su magna comparecencia, con otra intervención justificativa de su trayectoria, cuando quien centra la atención (lógicamente los equipos habrán concertado contenido y, de resultas, limado asperezas) pega una patada en el tablero. Recordemos que, según distintos estudios, apenas un 10% de sus recomendaciones están en marcha, pese a la muy reiterada proclama de la presidenta de haber estrenado el mandato materializando el informe en políticas prácticas.
Así, no se trató de un ejercicio académico. Draghi cargó contra la inercia de un sistema dominado por burócratas, incapaz de reaccionar a tiempo. Y subrayó que esa pasividad tiene consecuencias: Europa se está resignando a seguir, sin protagonismo alguno. Su advertencia apuntó incluso a la relación transatlántica: constató que la dependencia en defensa respecto de Estados Unidos ha derivado en «aceptar un acuerdo comercial mayormente en condiciones americanas». La sumisión estratégica, vino a decir, arrastra la esfera económica.
También se distanció el italiano al respaldar el papel activo de la ciudadanía. A ella le dedica el párrafo de cierre, compendioso de su informe y su mensaje. En la alocución hace hincapié en «su frustración creciente», su decepción «por la lentitud con la que se mueve la UE». «Están dispuestos a actuar», afirmó, «pero temen que sus gobiernos no hayan comprendido la gravedad de la situación». El aviso es claro: la ruptura entre la conciencia de los ciudadanos y la rémora de los dirigentes se consolida peligrosamente.
Y Draghi no se limitó a la denuncia. Propuso medidas de fondo (previsiblemente varias capitales las considerarán una provocación), inexorables en un análisis sereno: emisión conjunta de deuda para financiar proyectos transformadores; construir mediante coaliciones de países dispuestos («coalitions of the willing«), sin esperar a los rezagados; y, en ámbitos críticos, «actuar menos como confederación y más como federación». Ideas que zarandean los tabúes de la integración, pero que responden al mero pragmatismo: en un mundo hostil y competitivo, la lentitud equivale a decadencia.
Este discurso duro y sin concesiones coloca a Draghi como verdadero contrapunto a la narrativa oficial de Bruselas. Porque el tiempo pasa, los desafíos se agravan y la maquinaria comunitaria sigue gripada en debates internos, balances verdes y gestos para la galería (los grupos de izquierda a quien debe su investidura Von der Leyen). La brecha entre la magnitud de las amenazas y la tibieza de las respuestas nunca fue tan grande. Mientras la presidenta reivindica logros normativos y proyectos aún incipientes, él alerta de que el mundo no espera. Mientras Europa sigue confiando en que su mercado y sus estándares aseguran envergadura, Estados Unidos y China aceleran en innovación, inversión y poder duro. El espejismo se desvanece.
Draghi pide ir más allá de las estrategias generales, dejar de arrastrar los pies. Clama por «fechas y resultados concretos». Echa de menos -y con razón- la rendición de cuentas. Las instituciones han de robustecer la vigilancia en la ejecución regulatoria en los Estados miembro. Y los procedimientos de infracción deberían salvaguardar los logros del mercado único. Los plazos han de reflejar la ambición de «una verdadera concentración y un esfuerzo colectivo». Esta fórmula inspiró los hitos que nos enorgullecen, en particular el euro. La presidenta, que ha demostrado su empuje en territorios de frontera (defensa y exteriores) y momentos cruciales (plante frente a Rusia, iniciativas en la pandemia), no puede arrugarse en lo que configura su núcleo de competencias por mucho que sienta las hipotecas en el hemiciclo.
La historia de la integración europea enseña cómo las crisis cristalizaron en saltos cualitativos. Draghi insiste: estamos en una encrucijada existencial, solo que hoy no se vislumbra inclinación política para acometer el salto. Los Estados protegen celosamente sus prerrogativas, la Comisión se atasca alcanzando consensos prescriptivos, y el calendario electoral enturbia la voluntad de asumir contingencias.
El aldabonazo de Draghi no debería caer en saco roto. No se trata de idolatrar su figura, sino de comprender lo que sus palabras encierran: Europa se ha instalado en un tiempo que ya no es el del mundo. La mutación tecnológica, la crudeza del retorno del poder militar y la batalla sin cuartel por la productividad demandan planteamientos excepcionales en circunstancias excepcionales. Draghi lo dijo con todas las letras; la pregunta es si alguien en Bruselas está dispuesto a escucharlo.
El dilema es sencillo: o Europa despierta y se adapta, o se resigna a ser un actor secundario en la escena internacional. Y aquí no caben rodeos. Los discursos de autoafirmación no bastan, ni tampoco los gestos de cosmética verde. Se requiere decisión política, músculo económico, valentía para romper inercias. En suma, lo que Draghi reclama son reaños. Reaños acompañados de realismo, porque de lo contrario Europa seguirá atrapada en un relato hueco mientras los grandes -y el orden global tras ellos- se distancian a toda velocidad.
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