(Des)vinculación atlántica en arenas movedizas

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La última semana ha sido pródiga en señales preocupantes desde Estados Unidos; difícilmente interpretables como episodios inconexos. Primero, la filtración de Reuters, según la cual oficiales del Pentágono marcan en 2027 la fecha límite para que Europa lidere, coordine y sostenga las operaciones convencionales OTAN, con la amenaza explícita de reducir su propia implicación. Segundo, la publicación de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional, que abandona el entendimiento de Europa como socio estructural y pinta un continente culturalmente erosionado, políticamente vacilante e incapaz de controlar su seguridad. Tercero, la entrevista del presidente Trump a POLITICO, donde insiste en que Europa no está en condiciones de defenderse y confusamente nos endilga que estamos malacostumbrados y Washington no tiene por qué ofrecer garantías automáticas. Y cuarto, una creciente constatación: el entramado de hard power europeo -debilitado por la dependencia norteamericana- no se sostiene…ni en el cortísimo plazo. Lo evidenció la reunión de urgencia en Londres, el lunes, con Zelensky, Starmer, Merz y Macron.

El conjunto de declaraciones, exabruptos, filtraciones y doctrinas de Trump y su entorno, replicadas con indignación y agitación de este lado del Atlántico, ha cuajado un escenario desconcertante. Analizar este panorama es como intentar acertar en una diana volandera, desde un columpio con ráfagas de viento cruzadas. El objetivo no se está quieto; la posición del arquero intelectual, tampoco. Pero precisamente en esa situación es más acuciante preguntarse qué significan estas señales y qué conclusiones cabe extraer sobre el vínculo atlántico. Dejemos el ruido, contemos las nueces que en este caso no son pocas.

Europa adolece de carencias mayores que debe asimilar y afrontar. Específicamente, urge articular una política hacia Rusia más allá de Ucrania. El conflicto ha absorbido -justificadamente- toda la atención, pero no ha resuelto la cuestión de fondo: cómo convivir con un vecino que, independientemente del desenlace, seguirá afectando a la estabilidad continental. Europa debe pensar Rusia desde Europa, no desde la óptica fluctuante de Washington; combinar realismo y firmeza, disuasión y diplomacia, comprendiendo que su seguridad dependerá de una visión europea coherente de su geografía oriental.

Europa fundamentalmente debe tomar conciencia: no se encuentra inerme, sensación que a menudo damos y Trump se regocija en repicar. Tenemos medios; empezando por el mercado interior cuya escala conforma su principal capital geopolítico. Y, sin necesidad de reformar los Tratados, la arquitectura institucional dispone de mecanismos que amparan tomar medidas de calado en los ámbitos que apremian. Así, no faltan herramientas, sino claridad y determinación. La UE es muy competente para regular, pero titubea cuando las circunstancias exigen voluntad política traducida en priorizar, asumir costes, fijar dirección. El contexto actual no permite refugiarse en la cultura de la gestión; demanda restaurar la cultura de la decisión que nos ha sacado de lo hondo de las crisis, sintetizada en la muy manida cita de Monnet.

En este marco cobra sentido la propuesta de constituir un Consejo de Seguridad europeo que dé operatividad directa al artículo 42.7 del Tratado de la Unión Europea, nuestro equivalente al artículo 5 de la OTAN. La idea es buena, aunque el nombre -por los antecedentes su homónimo en Naciones Unidas- resulte manifiestamente mejorable. Lo importante es lo sustantivo: la UE posee instrumentos que podría activar mañana. Y ahí debe estar España (hoy ese diálogo se establecería entre Berlín, París, Roma, Varsovia, con adición de Londres; sin Madrid).

Conviene admitirlo: las veleidades del Gobierno Sánchez ante la Declaración OTAN de La Haya nos situó en los márgenes de un debate decisivo. Pero, sin perjuicio de episodios concretos, el desafío estructural es patente. No se puede hablar de seguridad europea excluyendo a la península ibérica, y no solo por tamaño o economía. Cuenta, en particular, el potencial geopolítico arrastrado que la fijación al Western Hemisphere de Estados Unidos nos aporta, justo cuando la UE se prepara a una ampliación transformadora hacia el Este. Porque, de lo contrario, corremos el riesgo de multiplicar exponencialmente el desequilibrio centro-periferia, desgarrando la cohesión estratégica de la Unión al alejar Mitteleuropa del anclaje a la boca del Mediterráneo y África -proyectado a las Américas-.

A esta dimensión geopolítica de nuestra andadura común se añade la económica. Completar el mercado interior a 2028 (en «capitales, servicios, energía, telecomunicaciones, el vigésimo octavo régimen -marco regulatorio único y opcional por encima de los 27 existentes- y la quinta libertad para el conocimiento y la innovación», según anunció Von der Leyen en su discurso de septiembre sobre el Estado de la Unión que pocos recuerdan) debe ser la base de una reacción europea proporcionada al reto. Las presiones de Washington obligan a la UE a arremangarse frente a lo que lleva años aplazando: coronar su mercado, elaborar una política industrial realista, reorientar su política energética, revitalizar el tejido empresarial y tecnológico sin el cual no hay desarrollo viable de un mallado de defensa trascendente, además de competitivo. La provocación americana nos conmina a dejar de procrastinar. Sin rematar el mercado, no hay escala; sin energía firme asequible no hay industria; sin industria no hay autonomía estratégica.

Todo esto requiere financiación. Y las finanzas son lo que son; en el Sur no estamos para grandes iniciativas inversoras. Aquí la Unión deberá volver a lo que mejor sabe hacer en los momentos cruciales: aumentar el sobre. Así se construyó el euro -compensando la reunificación alemana con la integración monetaria-, y así surgió NextGenerationEU (la inyección de 800.000 millones suscritos en común cuando COVID), combinando recuperación económica, transición verde y cohesión. Si vamos en serio con nuestra industria de defensa, deberá ocurrir lo mismo: vencer la fragmentación, donde cada país protege a su campeón nacional, solo se logrará incorporando esta agenda en un paquete enjundioso en el que nadie se sienta perdedor.

Mientras tanto, Estados Unidos seguirá empujando para que Europa permanezca como cliente cautivo, aunque le niegue categoría de interlocutor relevante. Aquí se impone el pragmatismo: el vínculo atlántico -despojado incluso de toda componente emocional y vocación compartida de orden basado en reglas- nos es indispensable, y la cooperación militar con Washington seguirá siendo esencial. Pero indispensable no equivale a incondicional. Europa necesita capacidades propias para que el diálogo con Estados Unidos se empiece a equilibrar y superemos la prolongada trayectoria de dependencia que nos ha permitido una vida muelle en el mundo, mecidos desde hace lustros en un sueño de paz perpetua.

Hoy, Europa se debate en arenas movedizas estratégicas. No se sale de ahí con gestos airados o bruscos, sino recuperando el equilibrio, moviéndose con cuidado, utilizando y potenciando con determinación, sin alharacas, los instrumentos que se tienen. Solo así se podrá alcanzar terreno firme y mantener con Estados Unidos un diálogo cimentado en la responsabilidad mutua, no en subordinación. En tiempos de dianas volanderas y bases que se desplazan, la clave no es la desazón o el tremendismo, sino la claridad y la firmeza.

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