“Qué nuevo bajo el sol era Monteverde Viejo”. El escritor y director de cine Pier Paolo Pasolini dedicó un poema en 1955 al barrio romano en el que vivía y se inspiraba. Y que tenía —y tiene— dos partes: Monteverde Nuovo (nuevo, en español) y Monteverdo Vecchio (viejo), dentro del Quartiere Gianicolense, el barrio XII de Roma, engastado entre la colina del Gianicolo y el Trastévere. Monteverde es como una isla urbana que no solo está llena de cuestas, sino también de jardines, como Villa Doria Pamphilj, el mayor parque público de la capital italiana. En sus 184 hectáreas se encuentran de ruinas romanas al palacio de la familia Pamphili, que llegó a tener un Papa como Inocencio X, retratado por Diego Velázquez.
En esta zona de la capital italiana vivió el escritor y director, y conoció a Bertolucci, otro de los cineastas más importantes del siglo XX. Hoy es como una isla urbana llena de jardines, como Villa Doria Pamphilj, y aunque aquí no abundan los templos y las ruinas, sí el arte de vivir
“Qué nuevo bajo el sol era Monteverde Viejo”. El escritor y director de cine Pier Paolo Pasolini dedicó un poema en 1955 al barrio romano en el que vivía y se inspiraba. Y que tenía —y tiene— dos partes: Monteverde Nuovo (nuevo, en español) y Monteverdo Vecchio (viejo), dentro del Quartiere Gianicolense, el barrio XII de Roma, engastado entre la colina del Gianicolo y el Trastévere. Monteverde es como una isla urbana que no solo está llena de cuestas, sino también de jardines, como Villa Doria Pamphilj, el mayor parque público de la capital italiana. En sus 184 hectáreas se encuentran de ruinas romanas al palacio de la familia Pamphili, que llegó a tener un Papa como Inocencio X, retratado por Diego Velázquez.
Una de las construcciones más suntuosas en Villa Doria Pamphilj es el Casino del Bel Respiro, que sirve hoy para recibir a jefes de Estado que visitan Italia. Desde principios del siglo XX el palacio fue expropiado y convertido en un bien público que sorprende en la ajetreada Roma con sus zonas boscosas y hasta selváticas, amén de sus paseos bajo robles centenarios. Tampoco falta una biblioteca pública enclavada en el Villino Corsini, palacete que en 1854 fue integrado en el sosiego de la Villa Doria Pamphilj.

Entrando al parque por la rampa de San Pancrazio enseguida uno se queda estirando el cuello para atisbar el final de los pinos. Son como estatuas de Alberto Giacometti, podados para que sus troncos dancen y se eleven sin llevar a las alturas otro peso que sus copas. A pesar de que los pinos alcanzan hasta los 30 metros, muchos de ellos sobreviven. Las familias del barrio dirigen sus pasos hacia el lago donde antaño —dicen los abuelos— había nutrias. Ahora no faltan las ocas y gansos que, como sus antepasados del Capitolio, graznan a toda potencia. Eso sirvió en el siglo IV antes de Cristo para alertar a Roma de una invasión de los galos.

Pero ahí no acaba el buen aire del barrio. Tiene otro parque público de abolengo llamado Villa Sciarra. Lo resguardan las murallas gianicolenses del siglo XVII y en sus siete hectáreas los visitantes se diluyen encontrando un silencio casi medicinal. Fuentes con estatuas, como la de las pasiones humanas, y árboles de gran porte jalonan rincones que parece que te están esperando desde hace tiempo. Junto a la gran pajarera de hierro, hoy vacía, hubo un espacio para criar pavos reales blancos. Y una fantasía es creer que estos jardines fueron los de Julio César y que aquí habría recibido a Cleopatra.
En lo más alto de la villa se ubica el Instituto Italiano de Estudios Germánicos. Presume de tener una terraza con las mejores vistas sobre la ciudad. Poco que objetar si a eso se suma el Belvedere del Gianicolo. Incluido su cañonazo del mediodía. Y también es notable el panorama que disfruta la Real Academia de España en Roma, fundada en 1873.
Ya en el confín con Monteverde Vecchio se encuentran algunas de las casas más cotizadas del barrio. Son los chalets de estilo Liberty y colores y formas, a cada cual más original, de Via Alessandro Poerio y sus calles adyacentes.

No falta por donde pasear en un barrio extendido por casi ocho kilómetros. En la siempre sinuosa raya con Monteverde Nuovo los inmuebles ganan altura y en tiempos de Pasolini los llamaban rascacielos, sobre todo a los más populares de Via di Donna Olimpia. Se ha ido perdiendo el antiguo clasismo de Monteverde: impera la vitalidad vieja y nueva de sus calles y sus gentes, todos muy romanos. En la plaza San Giovanni di Dio, el mercado de frutas y verduras permite al viajero interesarse por las puntarelle, una achicoria de hojas puntiagudas y algo amargas que se come en ensalada. Aquí arranca la Via Federeico Ozanam, que pese a sus repechos es la gran calle monteverdina y donde el restaurante La Gatta Mangiona hace unas pizzas que motivan el viaje a Monteverde desde otros puntos de Roma. La pizza Margherita se hace con mozarella de búfalo real. La pizza gourmet llamada Marzolina es con queso caciocavallo, alcachofas y panceta piacentina. Eso sí, solo abre para cenar (a partir de las 19.30).
Monteverde no abunda en templos ni en ruinas, si acaso en el arte de vivir. Ya después de la posguerra, artistas y escritores se asentaron aquí. Pasolini, con su madre Susanna, vivió desde 1954 a 1959 en el número 85 de Via Fonteiana, en un cuarto piso. No hay una placa en la calle que lo recuerde, pero sí dentro del portal, que casi siempre está cerrado. Hoy, cerca de su casa hay una tienda de alarmas electrónicas y una sucursal bancaria. Más arriba, en su misma acera, una carnicería sigue las normas rabínicas, como la contigua pastelería Dolce Kosher. La típica tarta hebrea de requesón con guindas no envidia a las que hacen en el gueto. Aquí se puede almorzar fettuccine con bacalao al limón. Y otra delicia: achicoria con botarga (huevas de pescado).
Luego Pasolini se mudó a Monteverde Vecchio, a la Via Giacinto Carini, 45. Residió ahí desde 1959 a 1963 y resulta que en su mismo edificio vivía la familia del director de cine y guionista Bernardo Bertolucci. El padre, llamado Attilio, era poeta, y con él Pasolini trabó una buena amistad, además de con sus hijos Giuseppe y Bernardo. Pasolini consiguió que este último fuera su ayudante de dirección en su primera película, Accattone (1961). Bernardo aceptó algo remiso y objetaba a Paolo que él no sabía nada de cine, a lo que este le contestaba: “Yo tampoco sé nada“.
En 1975 llegó el terrible asesinato de Pasolini en Ostia. Y el 15 de octubre de 2005, el Ayuntamiento de Roma puso una lápida con su perfil esculpido en bajorrelieve en Via Abate Ugone, en su confluencia con Via Donna Olimpia. Reconociendo al director su dedicación a Monteverde tanto en sus poemas como en su primera novela, Ragazzi di Vita (1955).

No lejos de ese homenaje a Pasolini encontramos al pintor y poeta Silvio Parrello, que se ha convertido en el adalid de la memoria del director y escritor. Tenía su estudio en el 134 de Via Ozanam y se ha luchado por poner y reponer gigantografías en blanco y negro de Pasolini. En su diminuto estudio, Parrello enseña recuerdos junto a algunos cuadros de su cosecha. A sus 83 años, rememora con precisión anécdotas de Pasolini, a quien conoció hace siete décadas en el barrio. Y sabe recitar de memoria largos poemas y hasta páginas de su novela monteverdina. Todo sin titubear ni fallar una coma. “Luché por reabrir su causa aportando nuevas pruebas sobre el verdadero Alfa Romeo que lo mató en 1975”. Pero al final, ni Parello, ni otros, lograron que se rectificara la sentencia inicial. Aun así, el poeta no ha cejado en su tesis: “Fue un crimen de Estado, no otra cosa”, dice esbozando una sonrisa algo amarga, como los personajes de uno de sus cuadros colgados, Visione paradisiaca. Pinta un cielo lleno de personajes que flotan ahí agarrándose a sus cometas de papel.
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