Los manifestantes propalestinos pueden tener razón en el fondo, no en la forma. Si arruinan La Vuelta, desaparece el medio que tienen para difundir su mensaje. Sólo en el ciclismo existe tanta tolerancia para que cada uno reivindique lo que quiera Leer Los manifestantes propalestinos pueden tener razón en el fondo, no en la forma. Si arruinan La Vuelta, desaparece el medio que tienen para difundir su mensaje. Sólo en el ciclismo existe tanta tolerancia para que cada uno reivindique lo que quiera Leer
Tanto a nivel de aficionado como de profesional, el ciclismo va surcando permanentemente la raya que une la épica y el absurdo. Una cosa lleva a la otra y la otra a la una en un deporte que siempre concluye con la extenuación de quien, por el motivo que sea, un buen día se sube en una bicicleta de carretera y en el acto se convierte en un devoto. Lo es también para el hincha que acude en masa a la cuneta a derrochar horas hasta que, súbitamente, intuye coloridos grupos de hombres o mujeres con rostros desencajados. Vuelan a su lado y hasta la próxima.
En la curva del hotel Hita que da acceso a la base del puerto de Navacerrada nos acumulamos el sábado unos cuantos de la grupeta que reúnen cada año los hermanos Espinós y su VB Group, la agencia que mueve el hospedaje del pelotón y muchas cosas más. Terminábamos de pedalear 80 kilómetros de parte de la etapa y yo creía que me iba a caer al suelo hasta que apareció Ciconne encaramado al manillar. Luego vino Landa y todos nos dejamos las palmas y la garganta. Como en la bici, la adrenalina había sublimado el cansancio. Tras ellos, un matrimonio joven con una bandera palestina y un niño de la mano nos dedicó una mirada inquisitiva y se juntó con unos cuantos manifestantes.
No se me habían pasado los calambres y me puse a pensar si ser un hincha del ciclismo me convertía en cómplice de Netanyahu y la atrocidad que perpetra en Gaza. Dos guardias jóvenes se acercaron a la concentración e hicieron todo lo que podían hacer: estar. Si los boicoteadores hubiesen querido cortar la carrera hubiera sido mucho más probable un altercado con otros seguidores que con los profesionales de mantener el orden. Su margen de intervención era cero. Con ponerse un poco serios podrían disolver la amenaza de tumulto, pero las repercusiones de imagen podrían ser peores y el ambiente político no era favorable.
La finalidad de las manifestaciones era provocar la expulsión del equipo Israel de La Vuelta, una expectativa a la que dio alas el propio director deportivo de la carrera. Al parecer, debería servir de espita para que en el resto de competiciones se sancionase a los deportistas hebreos en coherencia con lo que se ha hecho con los rusos por Ucrania o los surafricanos durante el apartheid. A la posibilidad de que un corredor sufriera un percance, una mujer con una bandera palestina dijo: «¿Me estás comparando un hueso roto con un genocidio?». La lógica parecía aplastante.
Claro que no. No hay comparación posible a un genocidio. Ante el exterminio sistemático de la población no deberíamos permitir competiciones deportivas, pero tampoco tener relaciones diplomáticas, ni económicas e, incluso, habría que armarse para intervenir en un momento dado. Habría que establecer embargos y perseguir a quienes no los cumplan. ¿Puede España sancionar a Estados Unidos por comerciar con Israel? No. Por eso, el uso de esa palabra es tan delicado. Una vez se emplea, hay que actuar en consecuencia. Quedarse a medio camino te convierte en cómplice. Nada es suficiente.
De hecho, si el Gobierno español es tan partidario del boicot a La Vuelta como dice su presidente, ¿qué hace la televisión pública retransmitiendo la carrera? ¿No debería amenazar con suprimirla? A él le da todo igual: alienta las protestas y luego manda a la Policía a cargar contra los protestantes.
La gran contradicción de los manifestantes propalestinos es confundir el medio y el mensaje. Las pruebas ciclistas, especialmente las grandes vueltas, son el mayor protestódromo del mundo porque reúnen dos características únicas: las audiencias masivas y constituirse como un espacio propagandístico cautivo para expresar la opinión de cada cual.
En los años 90 y primera década de los 2000 fue el independentismo vasco el que tomó las cunetas cubriéndolas de pancartas en las que se reclamaba el acercamiento de terroristas, cuando no una reivindicación más nítida de ETA. Al lado se ponían otros aficionados con banderas de España, de Francia, de Bretaña o de Flandes sin más conflicto. Nadie reclamaba la expulsión de nadie. Forma parte del paisaje.
En el último lustro las llegadas de las etapas de La Vuelta se han llenado de esteladas. Sus portadores reciben a través de las cámaras un cañón publicitario que no refleja su apoyo electoral ni callejero. ¿Y qué? El maravilloso absurdo que es una prueba ciclista tiene como elemento típico que cada uno porta una pancarta con sus obsesiones, ya sea una reivindicación política, el nombre de su pueblo, la declaración de amor a su pareja o la petición para destituir de un entrenador de fútbol. La afición ni es homogénea ni aborregada.
Si desaparece el ciclismo de gran fondo, y muchos patrocinadores deben estar recalculando el retorno de su inversión, desaparece el protestódromo y, por tanto, la mejor herramienta para denunciar un genocidio. Los que invaden la calzada al paso de un ciclista a toda pastilla pueden pensar que el incuestionable fin (la presión a Israel) justifica el medio. El problema es ése: que se van a quedar sin medio (y el ciclista sin clavículas).
Cuando la última grupeta nos rebasó, le pregunté al gran gregario que fue y gran tipo que es Luis Pasamontes si los ciclistas recibían los ánimos del público o se abstraían en el pedaleo. Me dijo que sí, que les llegaba. El recodo que encaraba el puerto estaba lleno de portugueses, con sus banderas bicolores, de colombianos y ecuatorianos, con las tricolores, de franceses y de españoles. Cada uno con sus historias. Qué pena sería arruinar uno de los pocos espacios donde tan apasionadamente conviven tantos distintos.
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