A pesar de que roza casi las ocho décadas de vida, Philip Kitcher (Reino Unido, 1947) conserva una mirada azul juvenil, quizá porque su mente siempre está bullendo con «fantasías descabelladas», según él mismo reconoció en la gala de entrega de Premios Fronteras del Conocimiento al recoger el galardón en la categoría de Humanidades. Su carrera empezó centrada en las Matemáticas y la Historia, pero una década después, la Filosofía llamó a su puerta. Y su ámbito de reflexión se amplió aún más, hacia la sociobiología, cuando fue llamado para participar, allá por los 90, en las posibles repercusiones del Proyecto Genoma Humano , cuyo objetivo era descifrar la receta biológica de nuestra especie. «Yo pensaba que lo que movía todo aquello era la búsqueda del bien común; pero entonces descubrí que a los políticos estadounidenses les interesaba más ‘ganar’ a Japón en biotecnología», explica a ABC desde el Palacio de San Nicolás, sede histórica del Banco Bilbao y ahora gestionada por la Fundación BBVA, quien organiza los premios que ahora reconocen la trayectoria del «intelectual humanista» Kitcher. —Llama la atención que usted empezara por las matemáticas, que son la rama de la ciencia que menos ‘debate’ genera por su exactitud. ¿En dónde se encuentran las matemáticas y la filosofía, en la que las respuestas no son tan exactas?—Las matemáticas desarrollan una precisión de pensamiento muy útil en filosofía. De hecho, una de las grandes ramas de la filosofía es la lógica, el estudio del razonamiento. Así que, en cierto sentido, ambas materias son afines. Pero es cierto que muchas veces parece que la filosofía no va a llegar a ninguna conclusión. Eso es porque pensamos en la filosofía de la forma equivocada, como si fuera una forma de indagación que, al final, resulta en un juicio sobre un tema. Mi opinión es que deberíamos pensar en ella como algo que nos brinda nuevas perspectivas. Y puede que esas perspectivas no sean aceptadas por todos y no siempre sean útiles, pero en algunos contextos tienen un uso duradero. Por ejemplo, en política hay diversos conceptos surgidos de los filósofos: la idea de un contrato social, por ejemplo, que cobra importancia en Rousseau; o las formas en que los filósofos antiguos como Platón y Aristóteles moldearon el debate sobre las formas de gobierno. Es cierto que todos estos conceptos después necesitan una mayor elaboración, pero son un logro que los filósofos han alcanzado al reflexionar sobre el mundo en el que viven. Esa es la manera de pensar en la filosofía, pero requiere cierta exactitud y cierta amplitud de miras.—Hablando de democracia: usted defiende que va más allá de votar una u otra candidatura, que la sociedad debería ponerse de acuerdo para saber qué problemas son los más acuciantes y cuáles deberían resolverse. En un mundo donde hay países que niegan el cambio climático, ¿es posible llegar a acuerdos comunes? ¿no es muy naif pensar así?—Puede ser idealista y, sin duda, esta idea está muy lejos de donde estamos ahora. Yo creo en algo que llamo ‘democracia multinivel’: el nivel más superficial es donde la gente va y vota por sus líderes. Pero si profundizasl, hay algo que debe cumplirse: la gente tiene que tener una buena información. Porque cuando votas, expresas tu libertad. Y cuando vas a las urnas estando mal informado, eliges candidatos que van a actuar en contra de lo que tú realmente quieres. Ahora mismo, muchas democracias están fallando en este punto, porque los medios han avanzado para competir entre ellos por las audiencias, fragmentándolas y apelando directamente a esos segmentos de la población, sobre todo en Gran Bretaña y EE.UU. Y eso es un desastre. La democracia implica la coordinación entre vidas humanas, un enfoque en el que las personas intentan comprenderse.—Pero, más allá de los medios, la política está muy polarizada. Lo estamos viendo en EE.UU.—Y en Gran Bretaña, Francia o Alemania también. Es necesario poner a toda esa gente políticamente polarizada en una misma sala y que hablen, se entiendan como personas. Preguntarse por qué odia lo que odia el otro. Lo que siente, no solo lo que piensa. Y luego hay que intentar encontrar una manera en la que las esperanzas de ambos se hagan realidad. Esa es la tarea. Por supuesto, no siempre funcionará. Cuando la gente dice que esto es utópico o demasiado idealista, creo que la respuesta correcta es: sí, es idealista, de acuerdo. Pero los ideales son herramientas que nos dicen qué estamos haciendo mal. Y sin duda hay que hacerlo mejor de lo que lo estamos haciendo ahora.Las nuevas herramientas de edición genética—En su momento fue muy crítico con los objetivos políticos del Proyecto Genoma Humano, que diferían mucho de los científicos. ¿Ahora con herramientas tan potentes como CRISPR, el corta-pega genético, es un momento aún más delicado?—Participar en el Proyecto Genoma Humano fue un momento crucial en mi carrera académica. Me invitaron a Washington, no para criticar el Proyecto Genoma Humano, sino para intentar identificar qué nos aportaría y cuáles eran las amenazas que representaba. Después escribí un libro basado en esto para un público más general, contando que existen ciertas cosas que son muy beneficiosas del proyecto y otras que no deberíamos hacer. Por ejemplo, no debemos pensar en curas que nos caen del cielo. Lo que no esperaba era que los congresistas lo apoyaban solo porque creían que había que invertir en biotecnología, adelantando a los japoneses, que en los 90 eran los principales competidores económicos en ese momento. Es lo mismo con la tecnología CRISPR. Creo que tiene un potencial enorme para el bien en la lucha contra las enfermedades genéticas, pero habría que imponer restricciones importantes. — Centrándonos en la ciencia y como historiador, ¿en qué momento piensa que la ciencia y la sociedad dejaron de entenderse? —Cuando pensamos en ciencia, tendemos a pensar en personas aisladas en laboratorios descubriendo verdades fundamentales sobre la naturaleza. Pero la ciencia no ha sido así durante la mayor parte del tiempo, sino que ha aportado conocimiento al mundo que luego se ha utilizando en aplicaciones prácticas. Ahí es donde la ciencia y la sociedad se unen. Ahí es donde deben trabajar juntas para identificar las preguntas más importantes y abordarlas: la ciencia, que es maravillosa, avanza. Y si se hace bien, beneficia a la humanidad. Pero cuanto más impulsamos la ciencia hacia asuntos privados que generan ganancias privadas, mayor es el peligro de que la ciencia beneficie a unos pocos y no contribuya al bien común. — ¿Está en contra de la privatización?—Todo esto implica un análisis ético. Actualmente vivimos en un mundo que está básicamente convencido de las virtudes de la privatización, lo cual es antitético a la visión que defiendo. Porque es profundamente desigual y además parece empeñada en aumentar esa desigualdad mediante una competencia rigurosa. Mi libro más reciente, que acaba de publicarse en el Reino Unido y pronto lo hará en Estados Unidos, se titula ‘Los ricos y los pobres’ y trata sobre la retirada del pensamiento ético de la vida política, de modo que la idea de que los ricos tienen la obligación de ayudar a los pobres simplemente se ha desvanecido. La idea de que las políticas deben implementarse porque son éticamente correctas se ha abandonado en favor de la idea de implementar políticas porque hacen que nuestra nación sea rentable. Esto me parece un terrible desliz con respecto a lo que ha ocurrido en los mejores momentos de la historia de la humanidad. — Como científico y como persona que vive en EE.UU., ¿cómo está viviendo todo el ataque del presidente Donald Trump a la ciencia?—La palabra «loco» está completamente justificada. Una nación que ignora su ventaja comparativa, en este caso en el nivel de la ciencia, está actuando de forma estúpida y descontrolada. Es una locura absoluta. No hay otra palabra para describirlo. En el último siglo, EE.UU. ha sido un lugar donde, debido a su destacado desarrollo de la educación superior, las universidades, ha atraído a personas muy brillantes del extranjero que estaban muy cómodas y se quedaban allí a vivir. Trump está haciendo lo contrario: está negando fondos a la investigación científica, intentando destruir las universidades y tratando de detener la afluencia de estudiantes extranjeros. Está creando creando una sociedad donde esas personas brillantes no quieren vivir. —¿Cree que China es la gran vencedora? —La ciencia y la investigación científica han sido el motor que ha impulsado la economía estadounidense. Es lo que Estados Unidos hace mejor. Nunca vamos a poder competir en mano de obra, porque China tiene la capacidad de manipular a la población y hacerle aceptar cosas que ningún estadounidense aceptaría, como construir una fábrica de la noche a la mañana, sin parar y con salarios muy bajos. Trump puede jugar con los aranceles y hacer todas las tonterías que quiera, pero económicamente esto no tiene sentido. Ignorar nuestra ventaja comparativa fue lo que hizo durante su primer mandato, en el segundo directamente se ha vuelto loco. Está destruyendo la base de la economía. MÁS INFORMACIÓN noticia Si El enigmático hombre dragón chino no es una nueva especie: es un denisovano y por fin conocemos su aspecto noticia No La ciencia se alza en Bilbao como brújula de futuro en un presente incierto—Pero ha salido elegido presidente. ¿Por qué la gente le vota?—Quienes votan por Trump son quienes sienten que se han quedado atrás. No han podido encontrar en la sociedad el tipo de trabajo que les dé un futuro como el que tuvieron sus padres. De hecho, les va peor y saben que la situación empeorará con sus hijos. Están insatisfechos con las respuestas tan débiles que han recibido de políticos anteriores. Quieren algo fuera de lo común. Un vendedor se acerca y les dice: «Voy a solucionar su problema». Y acuden a él desesperados. Llamarlos «deplorables», como hizo Hillary Clinton, es un insulto horrible y un error. Pero la verdad es que estas son personas que han quedado rezagadas por el capitalismo que se desarrolló desde la década de 1970 y que ha creado esta competencia implacable. Y siempre habrá perdedores. Pero, ¡por Dios, arreglen la sociedad para que puedan encontrar un trabajo digno de nuevo! ¡Que vuelvan a la sociedad! A pesar de que roza casi las ocho décadas de vida, Philip Kitcher (Reino Unido, 1947) conserva una mirada azul juvenil, quizá porque su mente siempre está bullendo con «fantasías descabelladas», según él mismo reconoció en la gala de entrega de Premios Fronteras del Conocimiento al recoger el galardón en la categoría de Humanidades. Su carrera empezó centrada en las Matemáticas y la Historia, pero una década después, la Filosofía llamó a su puerta. Y su ámbito de reflexión se amplió aún más, hacia la sociobiología, cuando fue llamado para participar, allá por los 90, en las posibles repercusiones del Proyecto Genoma Humano , cuyo objetivo era descifrar la receta biológica de nuestra especie. «Yo pensaba que lo que movía todo aquello era la búsqueda del bien común; pero entonces descubrí que a los políticos estadounidenses les interesaba más ‘ganar’ a Japón en biotecnología», explica a ABC desde el Palacio de San Nicolás, sede histórica del Banco Bilbao y ahora gestionada por la Fundación BBVA, quien organiza los premios que ahora reconocen la trayectoria del «intelectual humanista» Kitcher. —Llama la atención que usted empezara por las matemáticas, que son la rama de la ciencia que menos ‘debate’ genera por su exactitud. ¿En dónde se encuentran las matemáticas y la filosofía, en la que las respuestas no son tan exactas?—Las matemáticas desarrollan una precisión de pensamiento muy útil en filosofía. De hecho, una de las grandes ramas de la filosofía es la lógica, el estudio del razonamiento. Así que, en cierto sentido, ambas materias son afines. Pero es cierto que muchas veces parece que la filosofía no va a llegar a ninguna conclusión. Eso es porque pensamos en la filosofía de la forma equivocada, como si fuera una forma de indagación que, al final, resulta en un juicio sobre un tema. Mi opinión es que deberíamos pensar en ella como algo que nos brinda nuevas perspectivas. Y puede que esas perspectivas no sean aceptadas por todos y no siempre sean útiles, pero en algunos contextos tienen un uso duradero. Por ejemplo, en política hay diversos conceptos surgidos de los filósofos: la idea de un contrato social, por ejemplo, que cobra importancia en Rousseau; o las formas en que los filósofos antiguos como Platón y Aristóteles moldearon el debate sobre las formas de gobierno. Es cierto que todos estos conceptos después necesitan una mayor elaboración, pero son un logro que los filósofos han alcanzado al reflexionar sobre el mundo en el que viven. Esa es la manera de pensar en la filosofía, pero requiere cierta exactitud y cierta amplitud de miras.—Hablando de democracia: usted defiende que va más allá de votar una u otra candidatura, que la sociedad debería ponerse de acuerdo para saber qué problemas son los más acuciantes y cuáles deberían resolverse. En un mundo donde hay países que niegan el cambio climático, ¿es posible llegar a acuerdos comunes? ¿no es muy naif pensar así?—Puede ser idealista y, sin duda, esta idea está muy lejos de donde estamos ahora. Yo creo en algo que llamo ‘democracia multinivel’: el nivel más superficial es donde la gente va y vota por sus líderes. Pero si profundizasl, hay algo que debe cumplirse: la gente tiene que tener una buena información. Porque cuando votas, expresas tu libertad. Y cuando vas a las urnas estando mal informado, eliges candidatos que van a actuar en contra de lo que tú realmente quieres. Ahora mismo, muchas democracias están fallando en este punto, porque los medios han avanzado para competir entre ellos por las audiencias, fragmentándolas y apelando directamente a esos segmentos de la población, sobre todo en Gran Bretaña y EE.UU. Y eso es un desastre. La democracia implica la coordinación entre vidas humanas, un enfoque en el que las personas intentan comprenderse.—Pero, más allá de los medios, la política está muy polarizada. Lo estamos viendo en EE.UU.—Y en Gran Bretaña, Francia o Alemania también. Es necesario poner a toda esa gente políticamente polarizada en una misma sala y que hablen, se entiendan como personas. Preguntarse por qué odia lo que odia el otro. Lo que siente, no solo lo que piensa. Y luego hay que intentar encontrar una manera en la que las esperanzas de ambos se hagan realidad. Esa es la tarea. Por supuesto, no siempre funcionará. Cuando la gente dice que esto es utópico o demasiado idealista, creo que la respuesta correcta es: sí, es idealista, de acuerdo. Pero los ideales son herramientas que nos dicen qué estamos haciendo mal. Y sin duda hay que hacerlo mejor de lo que lo estamos haciendo ahora.Las nuevas herramientas de edición genética—En su momento fue muy crítico con los objetivos políticos del Proyecto Genoma Humano, que diferían mucho de los científicos. ¿Ahora con herramientas tan potentes como CRISPR, el corta-pega genético, es un momento aún más delicado?—Participar en el Proyecto Genoma Humano fue un momento crucial en mi carrera académica. Me invitaron a Washington, no para criticar el Proyecto Genoma Humano, sino para intentar identificar qué nos aportaría y cuáles eran las amenazas que representaba. Después escribí un libro basado en esto para un público más general, contando que existen ciertas cosas que son muy beneficiosas del proyecto y otras que no deberíamos hacer. Por ejemplo, no debemos pensar en curas que nos caen del cielo. Lo que no esperaba era que los congresistas lo apoyaban solo porque creían que había que invertir en biotecnología, adelantando a los japoneses, que en los 90 eran los principales competidores económicos en ese momento. Es lo mismo con la tecnología CRISPR. Creo que tiene un potencial enorme para el bien en la lucha contra las enfermedades genéticas, pero habría que imponer restricciones importantes. — Centrándonos en la ciencia y como historiador, ¿en qué momento piensa que la ciencia y la sociedad dejaron de entenderse? —Cuando pensamos en ciencia, tendemos a pensar en personas aisladas en laboratorios descubriendo verdades fundamentales sobre la naturaleza. Pero la ciencia no ha sido así durante la mayor parte del tiempo, sino que ha aportado conocimiento al mundo que luego se ha utilizando en aplicaciones prácticas. Ahí es donde la ciencia y la sociedad se unen. Ahí es donde deben trabajar juntas para identificar las preguntas más importantes y abordarlas: la ciencia, que es maravillosa, avanza. Y si se hace bien, beneficia a la humanidad. Pero cuanto más impulsamos la ciencia hacia asuntos privados que generan ganancias privadas, mayor es el peligro de que la ciencia beneficie a unos pocos y no contribuya al bien común. — ¿Está en contra de la privatización?—Todo esto implica un análisis ético. Actualmente vivimos en un mundo que está básicamente convencido de las virtudes de la privatización, lo cual es antitético a la visión que defiendo. Porque es profundamente desigual y además parece empeñada en aumentar esa desigualdad mediante una competencia rigurosa. Mi libro más reciente, que acaba de publicarse en el Reino Unido y pronto lo hará en Estados Unidos, se titula ‘Los ricos y los pobres’ y trata sobre la retirada del pensamiento ético de la vida política, de modo que la idea de que los ricos tienen la obligación de ayudar a los pobres simplemente se ha desvanecido. La idea de que las políticas deben implementarse porque son éticamente correctas se ha abandonado en favor de la idea de implementar políticas porque hacen que nuestra nación sea rentable. Esto me parece un terrible desliz con respecto a lo que ha ocurrido en los mejores momentos de la historia de la humanidad. — Como científico y como persona que vive en EE.UU., ¿cómo está viviendo todo el ataque del presidente Donald Trump a la ciencia?—La palabra «loco» está completamente justificada. Una nación que ignora su ventaja comparativa, en este caso en el nivel de la ciencia, está actuando de forma estúpida y descontrolada. Es una locura absoluta. No hay otra palabra para describirlo. En el último siglo, EE.UU. ha sido un lugar donde, debido a su destacado desarrollo de la educación superior, las universidades, ha atraído a personas muy brillantes del extranjero que estaban muy cómodas y se quedaban allí a vivir. Trump está haciendo lo contrario: está negando fondos a la investigación científica, intentando destruir las universidades y tratando de detener la afluencia de estudiantes extranjeros. Está creando creando una sociedad donde esas personas brillantes no quieren vivir. —¿Cree que China es la gran vencedora? —La ciencia y la investigación científica han sido el motor que ha impulsado la economía estadounidense. Es lo que Estados Unidos hace mejor. Nunca vamos a poder competir en mano de obra, porque China tiene la capacidad de manipular a la población y hacerle aceptar cosas que ningún estadounidense aceptaría, como construir una fábrica de la noche a la mañana, sin parar y con salarios muy bajos. Trump puede jugar con los aranceles y hacer todas las tonterías que quiera, pero económicamente esto no tiene sentido. Ignorar nuestra ventaja comparativa fue lo que hizo durante su primer mandato, en el segundo directamente se ha vuelto loco. Está destruyendo la base de la economía. MÁS INFORMACIÓN noticia Si El enigmático hombre dragón chino no es una nueva especie: es un denisovano y por fin conocemos su aspecto noticia No La ciencia se alza en Bilbao como brújula de futuro en un presente incierto—Pero ha salido elegido presidente. ¿Por qué la gente le vota?—Quienes votan por Trump son quienes sienten que se han quedado atrás. No han podido encontrar en la sociedad el tipo de trabajo que les dé un futuro como el que tuvieron sus padres. De hecho, les va peor y saben que la situación empeorará con sus hijos. Están insatisfechos con las respuestas tan débiles que han recibido de políticos anteriores. Quieren algo fuera de lo común. Un vendedor se acerca y les dice: «Voy a solucionar su problema». Y acuden a él desesperados. Llamarlos «deplorables», como hizo Hillary Clinton, es un insulto horrible y un error. Pero la verdad es que estas son personas que han quedado rezagadas por el capitalismo que se desarrolló desde la década de 1970 y que ha creado esta competencia implacable. Y siempre habrá perdedores. Pero, ¡por Dios, arreglen la sociedad para que puedan encontrar un trabajo digno de nuevo! ¡Que vuelvan a la sociedad!
A pesar de que roza casi las ocho décadas de vida, Philip Kitcher (Reino Unido, 1947) conserva una mirada azul juvenil, quizá porque su mente siempre está bullendo con «fantasías descabelladas», según él mismo reconoció en la gala de entrega de Premios Fronteras del Conocimiento … al recoger el galardón en la categoría de Humanidades. Su carrera empezó centrada en las Matemáticas y la Historia, pero una década después, la Filosofía llamó a su puerta. Y su ámbito de reflexión se amplió aún más, hacia la sociobiología, cuando fue llamado para participar, allá por los 90, en las posibles repercusiones del Proyecto Genoma Humano, cuyo objetivo era descifrar la receta biológica de nuestra especie. «Yo pensaba que lo que movía todo aquello era la búsqueda del bien común; pero entonces descubrí que a los políticos estadounidenses les interesaba más ‘ganar’ a Japón en biotecnología», explica a ABC desde el Palacio de San Nicolás, sede histórica del Banco Bilbao y ahora gestionada por la Fundación BBVA, quien organiza los premios que ahora reconocen la trayectoria del «intelectual humanista» Kitcher.
—Llama la atención que usted empezara por las matemáticas, que son la rama de la ciencia que menos ‘debate’ genera por su exactitud. ¿En dónde se encuentran las matemáticas y la filosofía, en la que las respuestas no son tan exactas?
—Las matemáticas desarrollan una precisión de pensamiento muy útil en filosofía. De hecho, una de las grandes ramas de la filosofía es la lógica, el estudio del razonamiento. Así que, en cierto sentido, ambas materias son afines. Pero es cierto que muchas veces parece que la filosofía no va a llegar a ninguna conclusión. Eso es porque pensamos en la filosofía de la forma equivocada, como si fuera una forma de indagación que, al final, resulta en un juicio sobre un tema. Mi opinión es que deberíamos pensar en ella como algo que nos brinda nuevas perspectivas. Y puede que esas perspectivas no sean aceptadas por todos y no siempre sean útiles, pero en algunos contextos tienen un uso duradero. Por ejemplo, en política hay diversos conceptos surgidos de los filósofos: la idea de un contrato social, por ejemplo, que cobra importancia en Rousseau; o las formas en que los filósofos antiguos como Platón y Aristóteles moldearon el debate sobre las formas de gobierno. Es cierto que todos estos conceptos después necesitan una mayor elaboración, pero son un logro que los filósofos han alcanzado al reflexionar sobre el mundo en el que viven. Esa es la manera de pensar en la filosofía, pero requiere cierta exactitud y cierta amplitud de miras.
—Hablando de democracia: usted defiende que va más allá de votar una u otra candidatura, que la sociedad debería ponerse de acuerdo para saber qué problemas son los más acuciantes y cuáles deberían resolverse. En un mundo donde hay países que niegan el cambio climático, ¿es posible llegar a acuerdos comunes? ¿no es muy naif pensar así?
—Puede ser idealista y, sin duda, esta idea está muy lejos de donde estamos ahora. Yo creo en algo que llamo ‘democracia multinivel’: el nivel más superficial es donde la gente va y vota por sus líderes. Pero si profundizasl, hay algo que debe cumplirse: la gente tiene que tener una buena información. Porque cuando votas, expresas tu libertad. Y cuando vas a las urnas estando mal informado, eliges candidatos que van a actuar en contra de lo que tú realmente quieres. Ahora mismo, muchas democracias están fallando en este punto, porque los medios han avanzado para competir entre ellos por las audiencias, fragmentándolas y apelando directamente a esos segmentos de la población, sobre todo en Gran Bretaña y EE.UU. Y eso es un desastre. La democracia implica la coordinación entre vidas humanas, un enfoque en el que las personas intentan comprenderse.
—Pero, más allá de los medios, la política está muy polarizada. Lo estamos viendo en EE.UU.
—Y en Gran Bretaña, Francia o Alemania también. Es necesario poner a toda esa gente políticamente polarizada en una misma sala y que hablen, se entiendan como personas. Preguntarse por qué odia lo que odia el otro. Lo que siente, no solo lo que piensa. Y luego hay que intentar encontrar una manera en la que las esperanzas de ambos se hagan realidad. Esa es la tarea. Por supuesto, no siempre funcionará. Cuando la gente dice que esto es utópico o demasiado idealista, creo que la respuesta correcta es: sí, es idealista, de acuerdo. Pero los ideales son herramientas que nos dicen qué estamos haciendo mal. Y sin duda hay que hacerlo mejor de lo que lo estamos haciendo ahora.
Las nuevas herramientas de edición genética
—En su momento fue muy crítico con los objetivos políticos del Proyecto Genoma Humano, que diferían mucho de los científicos. ¿Ahora con herramientas tan potentes como CRISPR, el corta-pega genético, es un momento aún más delicado?
—Participar en el Proyecto Genoma Humano fue un momento crucial en mi carrera académica. Me invitaron a Washington, no para criticar el Proyecto Genoma Humano, sino para intentar identificar qué nos aportaría y cuáles eran las amenazas que representaba. Después escribí un libro basado en esto para un público más general, contando que existen ciertas cosas que son muy beneficiosas del proyecto y otras que no deberíamos hacer. Por ejemplo, no debemos pensar en curas que nos caen del cielo. Lo que no esperaba era que los congresistas lo apoyaban solo porque creían que había que invertir en biotecnología, adelantando a los japoneses, que en los 90 eran los principales competidores económicos en ese momento. Es lo mismo con la tecnología CRISPR. Creo que tiene un potencial enorme para el bien en la lucha contra las enfermedades genéticas, pero habría que imponer restricciones importantes.
—Centrándonos en la ciencia y como historiador, ¿en qué momento piensa que la ciencia y la sociedad dejaron de entenderse?
—Cuando pensamos en ciencia, tendemos a pensar en personas aisladas en laboratorios descubriendo verdades fundamentales sobre la naturaleza. Pero la ciencia no ha sido así durante la mayor parte del tiempo, sino que ha aportado conocimiento al mundo que luego se ha utilizando en aplicaciones prácticas. Ahí es donde la ciencia y la sociedad se unen. Ahí es donde deben trabajar juntas para identificar las preguntas más importantes y abordarlas: la ciencia, que es maravillosa, avanza. Y si se hace bien, beneficia a la humanidad. Pero cuanto más impulsamos la ciencia hacia asuntos privados que generan ganancias privadas, mayor es el peligro de que la ciencia beneficie a unos pocos y no contribuya al bien común.
—¿Está en contra de la privatización?
—Todo esto implica un análisis ético. Actualmente vivimos en un mundo que está básicamente convencido de las virtudes de la privatización, lo cual es antitético a la visión que defiendo. Porque es profundamente desigual y además parece empeñada en aumentar esa desigualdad mediante una competencia rigurosa. Mi libro más reciente, que acaba de publicarse en el Reino Unido y pronto lo hará en Estados Unidos, se titula ‘Los ricos y los pobres’ y trata sobre la retirada del pensamiento ético de la vida política, de modo que la idea de que los ricos tienen la obligación de ayudar a los pobres simplemente se ha desvanecido. La idea de que las políticas deben implementarse porque son éticamente correctas se ha abandonado en favor de la idea de implementar políticas porque hacen que nuestra nación sea rentable. Esto me parece un terrible desliz con respecto a lo que ha ocurrido en los mejores momentos de la historia de la humanidad.
—Como científico y como persona que vive en EE.UU., ¿cómo está viviendo todo el ataque del presidente Donald Trump a la ciencia?
—La palabra «loco» está completamente justificada. Una nación que ignora su ventaja comparativa, en este caso en el nivel de la ciencia, está actuando de forma estúpida y descontrolada. Es una locura absoluta. No hay otra palabra para describirlo. En el último siglo, EE.UU. ha sido un lugar donde, debido a su destacado desarrollo de la educación superior, las universidades, ha atraído a personas muy brillantes del extranjero que estaban muy cómodas y se quedaban allí a vivir. Trump está haciendo lo contrario: está negando fondos a la investigación científica, intentando destruir las universidades y tratando de detener la afluencia de estudiantes extranjeros. Está creando creando una sociedad donde esas personas brillantes no quieren vivir.
—¿Cree que China es la gran vencedora?
—La ciencia y la investigación científica han sido el motor que ha impulsado la economía estadounidense. Es lo que Estados Unidos hace mejor. Nunca vamos a poder competir en mano de obra, porque China tiene la capacidad de manipular a la población y hacerle aceptar cosas que ningún estadounidense aceptaría, como construir una fábrica de la noche a la mañana, sin parar y con salarios muy bajos. Trump puede jugar con los aranceles y hacer todas las tonterías que quiera, pero económicamente esto no tiene sentido. Ignorar nuestra ventaja comparativa fue lo que hizo durante su primer mandato, en el segundo directamente se ha vuelto loco. Está destruyendo la base de la economía.
—Pero ha salido elegido presidente. ¿Por qué la gente le vota?
—Quienes votan por Trump son quienes sienten que se han quedado atrás. No han podido encontrar en la sociedad el tipo de trabajo que les dé un futuro como el que tuvieron sus padres. De hecho, les va peor y saben que la situación empeorará con sus hijos. Están insatisfechos con las respuestas tan débiles que han recibido de políticos anteriores. Quieren algo fuera de lo común. Un vendedor se acerca y les dice: «Voy a solucionar su problema». Y acuden a él desesperados. Llamarlos «deplorables», como hizo Hillary Clinton, es un insulto horrible y un error. Pero la verdad es que estas son personas que han quedado rezagadas por el capitalismo que se desarrolló desde la década de 1970 y que ha creado esta competencia implacable. Y siempre habrá perdedores. Pero, ¡por Dios, arreglen la sociedad para que puedan encontrar un trabajo digno de nuevo! ¡Que vuelvan a la sociedad!
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