EL MUNDO acompaña a la Brigada 148 hasta el frente de la guerra con Rusia bajo la amenaza de los drones y los ataques del ejército de Moscú Leer EL MUNDO acompaña a la Brigada 148 hasta el frente de la guerra con Rusia bajo la amenaza de los drones y los ataques del ejército de Moscú Leer
La casa que ocupan 14 miembros de la Brigada 148 se va pareciendo a un cementerio de coches. En el exterior de este edificio rural ucraniano se acumulan los vehículos que van del estado de reparación precaria al de siniestro total. «El vuestro ya casi está reparado», nos dice Olexander, el teniente de la unidad. El todoterreno en el que vamos a viajar al frente bélico es un vehículo abollado, arañado y temblequeante al que ahora le faltan dos ruedas y cuyo problema nadie parece poder resolver de inmediato. En el capó han pintado un enorme tridente, el escudo nacional de Ucrania.
– ¿Seguro que van a repararlo hoy?
– Lo harán en unos minutos.
Da tiempo a tomar un café en el que Olexander y el capitán Yevgeny recuerdan los últimos incidentes con drones rusos. «Antes era la infantería la que moría y los artilleros los que más seguros se sentían porque sus posiciones estaban algo más lejos de la primera línea de combate. Ahora, con drones de mayor rango, atacan en enjambres coordinados y se hace más difícil detectarlos. También usan drones con fibra óptica, lo que hace aún más complicado trabajar». El uso masivo de estos drones en algunas zonas va creando una especie de telas de araña en los árboles del frente al partir sus cables.
Alertados por los mecánicos, todos miramos al horizonte. Después de que el suelo se estremeciera con algo parecido a un terremoto lejano, tres enormes hongos negros se levantan a decenas de kilómetros de distancia.
– Estos putos pidars (maricones) están lanzando bombas guiadas.
– ¿Es donde vamos ahora?
– Al lado. En otra dirección.
– ¿Qué amenazas tendremos?
– Muchas. Sobre todo en el trayecto final del viaje, los últimos minutos. Los cinco artilleros a los que vais a ver llevan tres semanas viviendo en un refugio excavado allí para no tener que viajar por esa carretera. Cuando preparamos rotaciones o evacuaciones las hacemos de noche, porque hay pocos drones con visión nocturna. En cambio vosotros vais a viajar a plena luz del día, por eso no nos gusta trabajar con periodistas. Ese coche que veis ahí es el resultado de un ataque de dron a plena luz del día. El conductor consiguió sortear al aparato que le perseguía pero tuvo un accidente. Será vuestro conductor hoy.
El vehículo accidentado ha perdido el eje frontal y permanece allí a la espera de que esos mismos mecánicos se ocupen de él. Mientras, en la casa, los artilleros que descansan cortan leña o preparan la cena. «Incluso en esta casa existen amenazas», dice Olexander. Como prometieron, minutos después nos avisan de que el coche está preparado: tiene ya las cuatro ruedas y hace un sonido extraño, como un quejido, en cada bache, pero circula. Chaleco, casco y una bolsa con refrescos, galletas y chocolatinas para la tripulación del cañón que nos aguarda. Vamos a ver disparar un M777, artillería pesada entregada por EEUU, posiblemente el obús más letal y preciso de la OTAN según dicen sus propias tripulaciones.
El trayecto transcurre tranquilo al principio. Nos cruzamos con muchos coches y la atmósfera no revela que tengamos cerca la guerra. Pero conforme avanzamos, los vehículos van desapareciendo hasta que somos los únicos por la carretera comarcal. El conductor va consultando de vez en cuando la pantalla de su móvil, donde le llegan los reportes actualizados de drones visualizados en el cielo y acelerando cada vez más conforme nos acercamos al último tramo, que es el crítico, con la mirada nerviosa puesta en el cielo. Entonces conecta la antena inhibidora de drones en el techo, que emite ondas electromagnéticas como para fundirnos el cerebro. Este sistema, casi siempre artesanal, va atornillado arriba y conectado a un aparato con cables gruesos que parece el alimentador del condensador de fluzo de Regreso al futuro. De su caja negra sale un zumbido: brrrrr.
Los últimos 10 minutos de camino hasta la línea de árboles se hacen muy largos. Para romper el nerviosismo, Yevgén pregunta si los toreros en España se comen la carne del toro después de matarlo. Le estoy explicando que no tiene nada que ver con la carne, cuando al fin encontramos la posición artillera y nos metemos a la sombra de una arboleda cargada de hojas por la primavera ucraniana. La vista se acostumbra a la oscuridad y nos metemos en un laberinto de trincheras excavadas en la tierra negra cubiertas por redes de camuflaje, una construcción difícil de ver desde fuera. A un lado se abre una puerta hacia el refugio. En él, los cinco servidores del cañón nos dan la bienvenida. Allí dentro, en un espacio asfixiante, conviven cinco hombres adultos casi sin salir desde hace tres semanas. Se ven barbas canosas, algunas arrugas y rostros de cansancio. Son Dimitro (comandante de la pieza, Viktor (responsable de las coordenadas), Oleg (encargado de la munición), Anton (cargador) y Tarás (ayudante). La media del equipo, que no estaría completo sin el gato Leo (que mantiene a raya a los ratones) es de unos 40 años.
El hilo musical constante es el de decenas de trompetas de acero, como la que ellos manejan, disparando contra las posiciones rusas. «A veces no disparamos en todo el día. Otros días no paramos de disparar. Tenemos que estar preparados para responder en cualquier momento», dice Dimitro, el líder del grupo.
No hay tiempo para mucho más porque la radio crepita y llevan nuevas órdenes. Salen con chaleco casco, recorren unos 20 metros de trincheras bajo el suelo y llegan al cañón, cubierto por una tupida red de camuflaje, cuyo tubo reposa en el suelo como si fuera la trompa de un elefante abatido. Su M777, apodado Lialia, como una vieja muñeca soviética, puede lanzar proyectiles hasta a 35 kilómetros de distancia. «El problema es que si abusas de esa lejanía te cargas el tubo», explica Olexander. «Ahora vamos a lanzar a unos 15 kilómetros y eso nos permitirá preservar este cañón hasta que haga unos 4.000 disparos».
– ¿Dirías que es más preciso que los cañones soviéticos?
– Sí, pero también depende mucho de la persona que lo maneje. Dentro de la cabeza de un buen artillero se esconde un matemático y hay muchas cosas que calcular: temperatura, fuerza del viento, altitud… Todo eso influye. Aquí tenemos a gente que le ha acertado a un tanque en movimiento a 20 kilómetros. Es como disparar al futuro, calculas hasta donde va a moverse, disparas a ese punto y esperas.
Para no exponer la pieza a los drones espías, todo el proceso de montaje, lanzamiento y desmontaje debe durar dos minutos como máximo. Están entrenados para ello. Eligen la munición, la colocan y comandante escribe en el proyectil: «Dedicado a nuestra infantería».
Todo discurre rápido. El cañón se eleva movido por unos engranajes mecánicos mientras Viktor calibra el tiro en función del objetivo. Cuando lo tienen se lanza un grito: «Armata!» (¡Cañón!) y el lanzador tira de la cuerda, a la antigua, como en las películas de piratas. En ese momento, un estremecimiento recorre el suelo, levanta todas las hojas y la arena y llega a nuestros cuerpos, convertido ya en un trueno seco, zarandeados y empequeñecidos por la onda expansiva. Vivir esta detonación sólo es posible con supresores auditivos o tapándose los dos oídos en el momento del disparo y abriendo la boca para salvar los tímpanos. Si no, despídete de tu audición. Volvemos a preguntar al comandante:
– ¿Cómo soportáis estas explosiones?
– Pero si esto no es nada. Aquí detrás es donde menos lo sufres. Cuando tenemos que disparar más lejos lleva más explosivo y suena mucho más. Y si te situaras unos metros más lejos, entonces sí que la detonación es brutal.
Tras disparar dos proyectiles más, que pesan unos 50 kilos cada uno, vuelven a bajar el tubo, que es como si Lialia entrara en hibernación, y vuelven al refugio sin perder el tiempo. Para nosotros queda el viaje de vuelta, pero la noche cae y, con ella, una oportunidad más de no tropezarse con ningún enjambre de drones. Salimos de nuevo a la carrera y, tras correr un poco por el asfalto, que tiene aquí el típico tableteo de las carreteras desgastadas por el paso de blindados con orugas, llegamos al límite del rango de drones rusos, que crece día a día. «Ahora llegan hasta aquí, pero los que van por cable alcanzan mucha más distancia. Nuestra única aliada es la noche», dice nuestro conductor, y dejamos la guerra atrás.
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