Uno de La Lamentable

Joan de Sagarra estaba por encima de todos. Y se atrevía a permitírselo. Era hijo de quien era. Ibáñez Escofet le ofreció un recuadrito en Tele/eXprés, El día de siempre, y ahí se fogueó como cronista terrible de la sociedad catalana de una época en la que se debilitaba la represión y amagaba con aparecer la libertad. Su culta osadía fue ilimitada. Su capacidad etiquetadora, eficaz. Su anarquismo de copa y puro, un salvoconducto para repartir estopa a diestro y siniestro. Los diestros bramaban por la desvergüenza de sus rumbas. Los siniestros, diles Gauche divine, diles patufetistes-leninistes, por sus irreverencias de clase y contra la catalanidad. Y así se forjó un estilo, una manera de hacer crítica cultural –tremenda con los teatreros–, un personaje polémico, un no-sabe-usted-con-quién-está-hablando.

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 Joan de Sagarra estaba por encima de todos. Y se atrevía a permitírselo. Era hijo de quien era. Ibáñez Escofet le ofreció un recuadrito en Tele/eXprés, El día de siempre, y ahí se fogueó como cronista terrible de la sociedad catalana de una época en la que se debilitaba la represión y amagaba con aparecer la libertad. Su culta osadía fue ilimitada. Su capacidad etiquetadora, eficaz. Su anarquismo de copa y puro, un salvoconducto para repartir estopa a diestro y siniestro. Los diestros bramaban por la desvergüenza de sus rumbas. Los siniestros, diles Gauche divine, diles patufetistes-leninistes, por sus irreverencias de clase y contra la catalanidad. Y así se forjó un estilo, una manera de hacer crítica cultural –tremenda con los teatreros–, un personaje polémico, un no-sabe-usted-con-quién-está-hablando.Seguir leyendo…  

Joan de Sagarra estaba por encima de todos. Y se atrevía a permitírselo. Era hijo de quien era. Ibáñez Escofet le ofreció un recuadrito en Tele/eXprés, El día de siempre, y ahí se fogueó como cronista terrible de la sociedad catalana de una época en la que se debilitaba la represión y amagaba con aparecer la libertad. Su culta osadía fue ilimitada. Su capacidad etiquetadora, eficaz. Su anarquismo de copa y puro, un salvoconducto para repartir estopa a diestro y siniestro. Los diestros bramaban por la desvergüenza de sus rumbas. Los siniestros, diles Gauche divine, diles patufetistes-leninistes, por sus irreverencias de clase y contra la catalanidad. Y así se forjó un estilo, una manera de hacer crítica cultural –tremenda con los teatreros–, un personaje polémico, un no-sabe-usted-con-quién-está-hablando.

El día en que José Martí Gómez me dijo que tenía que conocerlo, me puse en guardia. “¿Conocer a ese burgués miserable?”, vine a decirle. Y Martí me contestó: “Casi todo es pose; en realidad es entrañable”. Quedamos en Casa Leopoldo, el restaurante del Raval que Sagarra había frecuentado desde pequeño con sus padres. Sagarra confirmó mis temores. Escuchó la presentación de Martí, me miró con atención, y no me hizo ni puñetero caso. Se ve que no tenía nada que aportarle.

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Joan de Sagarra pidió al autor de la foto que, cuando muriera, se publicara esta imagen y que se añadiera la siguiente máxima: “A esta vida he venido a pasármelo bien” 
Pedro Madueño

Pero Martí propuso que nos volviéramos a ver, cada miércoles, en una especie de tertulia de amigos, conocidos y saludados. La Lamentable peña la llamamos después. Y fue entonces cuando la otra cara de Sagarra empezó a desvelarse. A las comidas no falló nunca. Venía contento y a menudo con bolsas de manjares que él conocía mejor que nadie y que generosamente compartía con los comensales. En los años previos al esplendor olímpico, las comidas de la peña fueron el lugar donde compartir ideas y cotilleos, cultivar la amistad y disfrutar físicamente de los placeres que literariamente siempre aliñaron las crónicas de Sagarra.

Y así hasta el día de 2004 en que nos explicó, rabioso, que El País lo jubilaba y tenía que dejar de escribir su crónica semanal La horma de mi sombrero. Aproveché para explicárselo a Alfredo Abián, mi jefe. Y éste se lo comentó al suyo, José Antich, que también lo consultó con el suyo. Y al cabo de poco teníamos la oferta a punto. Sagarra seguiría publicando crónicas de la ciudad en Vivir, la sección de local de La Vanguardia, ahora con el epígrafe La terraza.

Escribió terrazas durante 18 años. Esas crónicas que según Josep Cuní no le interesaban tanto por lo que decían sino por cómo lo decían. En marzo de 2022 convocó a lectores, amigos y conocidos a la librería Jaimes, previamente surtida con botellas de Jameson para que los asistentes se sirvieran libremente, y dijo que se había hecho mayor y lo dejaba. “Yo he envejecido, pero mi Barcelona –una de las fuentes principales de mis artículos– cada vez me resulta más irreconocible”. Aún y así, en estos tres años de inactividad, sus intentos de volver a escribir y publicar se han reiterado hasta el último momento. Lástima que no lo haya logrado. Las generaciones actuales también necesitan saber que los libros se pueden zampar y que Negroni no es un insulto a una persona racializada.

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