Mi primer recuerdo de Mario Vargas Llosa es de 1990: aclamado por decenas de miles de personas, el escritor aceptaba ser candidato a la presidencia del Perú. Diez años después, asistí a la presentación de su novela La fiesta del chivo. El acto fue tan multitudinario que llenó un coliseo deportivo.
Mi primer recuerdo de Mario Vargas Llosa es de 1990: aclamado por decenas de miles de personas, el escritor aceptaba ser candidato a la presidencia del Perú. Diez años después, asistí a la presentación de su novela La fiesta del chivo. El acto fue tan multitudinario que llenó un coliseo deportivo.Seguir leyendo…
Mi primer recuerdo de Mario Vargas Llosa es de 1990: aclamado por decenas de miles de personas, el escritor aceptaba ser candidato a la presidencia del Perú. Diez años después, asistí a la presentación de su novela La fiesta del chivo. El acto fue tan multitudinario que llenó un coliseo deportivo.
Yo creía que los escritores eran así.
Incluso cuando entendí que no, Vargas Llosa representaba una esperanza para los peruanos de mi generación. Gracias a él, ser escritor no era una fantasía imposible: había UNO.
Con el tiempo, eso se convertiría en un incordio. Los mexicanos o los argentinos tenían varios referentes literarios internacionales. Los peruanos, no. Al principio de nuestras carreras, los editores europeos necesitaban que algún crítico llamase a cualquiera de nosotros “el nuevo Vargas Llosa” para citarlo en la faja del libro. A veces, algún crítico de verdad lo decía, sobre todo, porque no sabía qué más decir: nunca había leído a otro peruano.
Nadie era el nuevo Vargas Llosa. Nadie podría serlo. Es sólo que habitábamos en un país que él había inventado, un territorio que, para muchos lectores, era más real que el de verdad.
Uno quería desmarcarse y hacer algo que él no hubiese hecho ¿Pero qué? ¿Subirse a un escenario? ¿Conducir un programa de televisión? Todo eso figuraba en su currículum. Vargas Llosa podía firmar una columna en El País, ocupar la portada de ABC y conceder una entrevista a El Mundo el mismo día. Podía aparecer en dos noticias diferentes del mismo periódico. Llenaba todos los focos, toda la escena.
Un día, al final de su año del premio Nobel, me contó que haría un tour por catorce ciudades en quince días. Le pregunté:
-¿Para qué? Ya no puedes ganar nada más. Ya no hay más.
Respondió con su habla libresca:
-El Nobel no me va a convertir en una estatua. Yo voy a seguir viviendo intensamente.
Para esa época, teníamos una relación cordial y yo lo tuteaba, lo cual me sorprendía bastante. Cuando yo escribía columnas, expresaba muchas opiniones contrarias a las suyas. Y si luego me encontraba con él en algún evento, temía su regañina de patriarca. Jamás hizo tal cosa. En realidad,

Dani Duch / Propias
él solía pensar lo contrario que la mayoría de escritores, y aún así, tener buena relación con muchos de ellos. Mario podía discrepar sin odiar, una cualidad que admiro aún más que su talento.
Tampoco es que intimásemos mucho. No era fácil hablar a solas con él. Siempre estaba rodeado de gente, y toda esa gente quería algo del novelista, del ideólogo o del socialité. Recién volvimos a conversar tranquilamente cuando se mudó con Isabel Preysler, en su casa de Puerta de Hierro. Para entonces, en efecto, vivía intensamente. La pareja había alimentado portadas de todo el mundo hispano. Y él bebía las palabras de ella. El hombre que había retado a debatir a Hugo Chávez y debatido con Alberto Fujimori, el premio Nobel que le había arreado un puñetazo al otro premio Nobel, parecía un adolescente enamorado.
Sólo que no era un adolescente. Había cumplido ya ochenta años. Ni siquiera él podía contra eso.
En el 2021, Mario publicó el cuento Los Vientos, cuyo protagonista lamenta su vejez con claves personales que muchos de sus amigos reconocimos (y chismorreamos). En una de sus frases más penosas, lamenta la decadencia de su pichula: el peruanismo para polla. Un par de años después, se separó de Preysler. El consiguiente frenesí mediático produjo un extraño agujero negro informativo que fusionaba las noticias culturales con las del corazón. Yo pasé un día entero recibiendo llamadas de periodistas españoles. Tuve que decirles a todos la misma absurda frase:
-No haré declaraciones sobre la pichula del señor Vargas Llosa.
Joven o viejo, Mario no dejaba de acaparar los focos. Pero su declive físico se iba acentuando: Mario llegaba a una conferencia con la camisa afuera. O sin afeitar. Perdía el hilo de la conversación. Andaba con bastón. Comenzó a abandonar las apariciones públicas. Aún así, seguía escribiendo.
Conforme la derecha global se endurecía, las columnas periodísticas de Mario la acompañaron. Acusó a los votantes de izquierda de votar mal. Se enfrentó al feminismo. Ahora, de repente, ya nadie en el mundo editorial quería que uno se parezca a Vargas Llosa. Al contrario. Yo discrepaba de él públicamente, pero muchos amigos me reclamaban más: una ruptura a gritos, un repudio total. Cuando escribí una novela sobre los abusos sexuales en la Iglesia, los conservadores atacaron presentaciones de mis libros, intentaron agredirme y retiraron mis libros de las librerías. Así y todo, algunos colegas me consideraban un aliado de la ultraderecha… por no insultar públicamente a Mario.
Al final, supongo que ese tipo de cosas representaban triunfos -pequeños y finales pero triunfos- del hombre que ocupaba toda la escena.
Porque incluso mientras Mario se apagaba y desaparecía, sus odiadores no veían el mundo real.
Sólo podían verlo a él.
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