El Potomac y el Reagan, un río y un aeropuerto malditos para los aviones civiles

El accidente del Bombardier y del helicóptero Black Hawk traen ecos de otro siniestro, igualmente trágico, ocurrido en 1982. De los 74 pasajeros del avión, solo sobrevivieron cinco Leer El accidente del Bombardier y del helicóptero Black Hawk traen ecos de otro siniestro, igualmente trágico, ocurrido en 1982. De los 74 pasajeros del avión, solo sobrevivieron cinco Leer  

El accidente del Bombardier y del helicóptero Black Hawk que se estrellaron en el Potomac frente a Washington traen ecos de otro siniestro, en el mismo río y en la misma ciudad, igualmente trágico pero más espectacular, porque fue filmado por directo por las televisiones y retransmitido a todo el mundo.

Las circunstancias fueron relativamente similares. Fue en invierno, pero en aquella ocasión las condiciones meteorológicas eran pésimas. El vuelo Air Florida 90 iba a despegar del Aeropuerto Nacional de Washington rumbo al aeropuerto de Fort Lauderdale (en las afueras de Miami) el 13 de enero de 1982 con 79 personas a bordo, entre tripulación y pasajeros.

La noche anterior habían caído 17 centímetros de nieve en el aeropuerto y, aunque la tormenta había amainado, no había concluido, la temperatura estaba en cuatro grados bajo cero y la visibilidad era mínima. El Potomac, en aquella época anterior al cambio climático, estaba tapado por una sólida capa de hielo que no dejaba ser el agua en su cauce, que en la ciudad de Washington alcanza varios cientos de metros de ancho, porque en EEUU, todo -incluyendo los ríos- es mucho más grande que en Europa.

La torre del control del aeropuerto decidió dejar a la tripulación del Boeing 737 la decisión de si volaban o no. El comandante, Larry Wheaton, que había sido investigado, sin consecuencias, por Air Florida por su presunta desatención de las normas de seguridad, decidió despegar.

Fue una tragedia previsible desde el primer momento. El Air Florida 90 estuvo a punto de llegar al final de la pista sin ser capaz de despegar. Lo consiguió en el último momento. Después, pasó rozado el prado en el que la gente suele ponerse en verano para ver despegar a los aviones -y que aquel día, dado el frío que hacía, estaba totalmente vacío- y se situó sobre el Potomac. Solo logró alcanzar, con dificultades, los 100 metros de altura, y volar 1.400 metros antes de empezar a descender y estrellarse en Washington contra el puente de la calle 14, muy cerca de la Casa Blanca, los museos gigantes de la Institución Smithsonian y gran parte de los edificios que forman el aparato estatal de EEUU.

Lo que pasó entonces fue una película de terror retransmitida por televisión. El avión pasó rozando, literalmente, el puente de la 14, donde destruyó cuatro coches y un camión en los que murieron cuatro personas y dejó incrustada su cola. El resto de la aeronave cayó al Potomac, donde abrió un boquete en el hielo y se hundió rápidamente. Dado que el Boeing 737 iba a muy baja velocidad debido a que el hielo no había permitido que sus motores funcionaran correctamente, al menos 20 miembros del pasaje sobrevivió, según estimaciones de las autoridades de aviación civil de EEUU. Pero estaban heridos y atrapados en un avión parcialmente desintegrado y hundido en aguas frígidas.

Las cámaras llegaron cuando unos pocos supervivientes estaban tratando de llegar a la orilla helada antes de que la hipotermia los matara. Las imágenes de los pocos supervivientes, a punto de morir de frío, tratando de alcanzar los helicópteros de rescate o de llegar a la orilla dieron la vuelta al mundo. De los 74 pasajeros y cinco tripulantes del avión, solo sobrevivieron cinco. Todos ellos estuvieron en el río, que estaba a solo un grade de temperatura, durante más de 20 minutos.

El impacto psicológico de la tragedia, que había tenido lugar en el centro de Washington en pleno día, fue enorme. Trece días después, en su Discurso sobre el Estado de la Unión, el entonces presidente, el republicano Ronald Reagan, mencionó el heroísmo de Arland Williams, un pasajero de 46 años que ayudó a que los cinco supervivientes pudieran escapar antes de ahogarse él. Al contrario que Donald Trump, Reagan, que había tenido una batalla política de primera magnitud con los controladores aéreos de EEUU el año anterior, que culminó con el despido de más de 20.000 de ellos por ir a la huelga, no echó la culpa a nadie.

El accidente persiste en la memoria de Estados Unidos como un acontecimiento especialmente trágico. También, como un recuerdo del mal gusto de algunos, ya que la estrella de la radio Howard Stern llamó pocos días después desde su programa a Air Florida para pedir «un billete de avión del Aeropuerto Nacional a la calle 14», en referencia a la vía urbana en la que el aparato se estrelló.

Momento del choque entre un avión de American Airlines y un helicóptero militar en Washington

Lo cierto es que el Aeropuerto Nacional Reagan es problemático. Por muchos motivos. Hasta por su denominación. El Congreso le puso ese nombre de 1998, a instancias del lobbista republicano Grover Norquist, que en aquella época estaba lanzado a una cruzada para que dar el nombre del ex presidente a todos los edificios y lugares públicos posible del país. Eso sentó como un tiro a los habitantes de Washington, que es la ciudad más demócrata de EEUU, y también a los del norte de Virginia, donde está el aeropuerto, que tienen la misma orientación política. Aun hoy hay taxistas de Washington que dicen a sus pasajeros que «yo no le llevo al Reagan, le llevo al Nacional».

Otras características del aeródromo son más complejas. La más obvia es que es una infraestructura destinada para servir al Congreso, no a la gente normal. Por tanto, su carga de vuelos es considerable, dado que los congresistas suelen volar a sus distritos -y algunos de éstos están tan lejos de Washington como Washington de Madrid- cada jueves, para regresar el domingo o el lunes. Ahora, las autoridades de aviación civil están incluso valorando la posibilidad de autorizar vuelos transcontinentales, todo para satisfacer a los congresistas y, de paso, a los lobbistas. Eso supone una carga para el aeropuerto, una de cuyas pistas es de asfalto y que llegó a fundirse -con un avión encima- en una ola de calor en 2013.

Y, finalmente, están el problema de las rutas de aproximación. Al aeropuerto. El Reagan (o el National, para no enfadar a los washingtonianos) está en el centro del complejo militar de EEUU. El avión que se estrelló contra el Pentágono el 11-S había despegado del aeropuerto, que está literalmente al lado de ese edificio. Como consecuencia, las rutas de aproximación y de despegue son de locos.

No es solo para evadir al Pentágono, sino también la sede de la CIA; que está muy cerca y contra la cual Al Qaeda ya quiso estrellar un avión en 1997. Por si eso fuera poco, la base aérea de Andrews, desde la que vuela el presidente de EEUU, está al otro lado del río, en el estado de Maryland, en la que siempre hay cazabombarderos F-16 en alerta por si algún aparato entra en el espacio aéreo de la ciudad de Washington que está, con la excepción de un pequeño corredor sobre Georgetown, estrictamente prohibido a las aeronaves civiles so pena de interceptación o, incluso, de derribo. Y todo el norte de Virginia y el sur de Maryland está lleno de instalaciones militares y de espionaje. Algunas son monstruosamente grandes, como la sede de la agencia de inteligencia electrónica, la NSA, en Maryland. Otras son más discretas.

Y, finalmente, un número indeterminado son secretas. Cuando se construyó el metro que conecta Washington con otro aeropuerto, el de Dulles, también en el norte de Virginia, las obras fueron una pesadilla en buena medida por la necesidad de evitar todos los centros de espionaje secretos de la región. Así, los trenes no podían pasar cerca de lo que parecían vulgares naves industriales que estaban en realidad llenas de antenas, ni los túneles provocar vibraciones que alteraran el funcionamiento de sistemas de comunicaciones electrónicos.

Al final, quien aterriza en el Reagan sabe que nunca le han seguido tantos radares prestos a comunicarse con las baterías de misiles NASAMS que protegen Washington y que con las mismas que EEUU ha dado a Ucrania para defenderse de los cazabombarderos rusos. El problema es que a veces se cuela un helicóptero -militar, obviamente- y la tragedia es inevitable.

 Internacional // elmundo

Te Puede Interesar