Hace dos semanas, mirando en este diario un mapa de Los Angeles donde se señalaba la casa de David Lynch como una de las amenazadas por un gran incendio debido al cambio climático, recordé unas imágenes de Blue velvet: aquellos risueños bomberos que saludaban desde su camión, en un mundo de coloridos tulipanes, con un optimismo irreal, característico del llamado sueño americano. En esos momentos, el fuego estaba destruyendo algunos barrios íntimamente vinculados a ese sueño. Al día siguiente, miré un número especial de Cahiers du Cinéma dedicado a Lynch. Hasta unas horas más tarde no supe que ese era, estaba siendo, el día de su muerte.
Xavier Serra de Rivera expone desnudos en la galería Jordi Barnadas
Hace dos semanas, mirando en este diario un mapa de Los Angeles donde se señalaba la casa de David Lynch como una de las amenazadas por un gran incendio debido al cambio climático, recordé unas imágenes de Blue velvet: aquellos risueños bomberos que saludaban desde su camión, en un mundo de coloridos tulipanes, con un optimismo irreal, característico del llamado sueño americano. En esos momentos, el fuego estaba destruyendo algunos barrios íntimamente vinculados a ese sueño. Al día siguiente, miré un número especial de Cahiers du Cinéma dedicado a Lynch. Hasta unas horas más tarde no supe que ese era, estaba siendo, el día de su muerte.

Otras Fuentes
Lynch sabía ser genial con bastante frecuencia y, como Hitchcock y Kubrick, compuso imágenes memorables, que asociaba con sonidos bien trabajados y músicas bien escogidas. Las de Angelo Badalamenti en Twin Peaks lograban una síntesis de swing glamuroso, ingenuidad sentimental y premonición inquietante, acordes con el relato de Lynch y Mark Frost, que incluía también toques de humor mediante personajes como Lady Leño (Lady Log). En Blue velvet ( Terciopelo azul ), la posibilidad de una muerte súbita aparecía vinculada al césped de un falso paraíso de urbanización residencial, y el modo de entrar en otra dimensión era abismado: a través de una oreja cortada, encontrada, tal vez la oreja de un muerto. En el desenlace, el pájaro que aparecía como una ilusa esperanza primaveral llevaba en su pico un repugnante insecto medio devorado.
Serra de Rivera expone en la galería Jordi Barnadas
Es inusual que un artista se comporte, en pleno siglo XXI, como un autor intemporal
Desde Eraserhead – Cabeza borradora, su primer largometraje–, Lynch dejó claro que su cine iba más allá del legado expresionista y surrealista y que había que comprenderlo como una representación de un mundo subconsciente tan paranoico como el de Dalí, pero muy distinto. En El hombre elefante –otra obra maestra– el relato introducía la compasión, de un modo conmovedor. Su aparentemente monstruoso y martirizado protagonista era un ser que tendía hacia lo sublime, en contraste con una normalidad agresiva que se revelaba éticamente monstruosa. Más tarde, en Carretera perdida, se hacía evidente que el código Lynch implica entender que a menudo sus imágenes representan lo que sucede en los cerebros de ciertos personajes, tal vez en estado psicótico, y que no pretenden ser fieles a las apariencias del mundo exterior y objetivo. Lo cual se confirmó en el relato laberíntico de la exitosa Mulholland Drive y en la onírica Inland Empire.

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Esta pesadilla antihollywoodiana y atascada dura tres horas, fue un previsible fracaso comercial y es una obra tan genial como poco recomendable para según quien. Una locura. Pero incluso el Lynch más onírico es también realista en grado intenso. Desmiente los falsos sueños, se niega a formar parte del rebaño distraído y engañado, reconoce el lado oscuro y lo peor. Lynch no se cansó de explorar el envés del sueño que Hollywood ha vendido a todo el mundo. Y su cine parece responder al ensayo de Eugenio Trías Lo bello y lo siniestro, que comenzaba con esta cita de Schelling: “Lo siniestro es aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado”. El mundo de Lynch parece extraño, pero es el nuestro.
Serra de Rivera
Hacía nueve años que el pintor barcelonés Xavier Serra de Rivera no presentaba una exposición individual en su ciudad. Lo hace ahora en la galería Jordi Barnadas y la sensación que uno puede tener ante sus obras recientes la describiría Lewis Carroll como “curiosa y más que curiosa”. Es inusual que un artista se comporte, en pleno siglo XXI, como un autor intemporal, ajeno a las evoluciones del arte contemporáneo. Serra de Rivera pinta como Degas, Chardin o Corot. Y ni siquiera se esfuerza en ser contemporáneo en la elección de temas y tonos. Lo curioso es que, después de tanto arte autoindulgente con más discurso prefabricado que expresiones plásticas genuinas, se agradece que alguien intente pintar bien y lo consiga. En este caso, especialmente en los desnudos al pastel y en un óleo titulado Chardin.
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