La vinculación barcelonesa de Mario Vargas Llosa no fue la razón central, pero sí uno de los motivos que me llevaron al interés por su figura. De adolescente supe que vivía en Sarrià, cerca del colegio donde yo estudiaba. Deslumbrado por la tremenda potencia de sus primeras obras, fantaseaba con que algún día lo encontraría por la calle.
La vinculación barcelonesa de Mario Vargas Llosa no fue la razón central, pero sí uno de los motivos que me llevaron al interés por su figura. De adolescente supe que vivía en Sarrià, cerca del colegio donde yo estudiaba. Deslumbrado por la tremenda potencia de sus primeras obras, fantaseaba con que algún día lo encontraría por la calle.Seguir leyendo…
La vinculación barcelonesa de Mario Vargas Llosa no fue la razón central, pero sí uno de los motivos que me llevaron al interés por su figura. De adolescente supe que vivía en Sarrià, cerca del colegio donde yo estudiaba. Deslumbrado por la tremenda potencia de sus primeras obras, fantaseaba con que algún día lo encontraría por la calle.
Pero hube de esperar al inicio de mi vida periodística para entrevistarlo, a raíz de los sucesivos libros que publicó con Seix Barral y algún otro sello. En el lanzamiento por Tusquets de Elogio de la madrastra, el novelista iba justo de tiempo y mantuvimos un diálogo itinerante: le acompañé una mañana a hacer sus recados y gestiones, que incluyeron una consulta oftalmológica en la clínica Barraquer, de la que fui testigo de piedra.
“Debo a Barcelona haber visto de adentro, por dos noches, ese mundo mágico del teatro”.
Cuando, a instancias de Ferran Mascarell, organizamos el Año del Libro de Barcelona 2005, nos llegó a través del periodista y entonces editor de Alfaguara Juan Cruz una insólita propuesta. Mario Vargas Llosa tenía un proyecto teatral para debutar como actor-narrador. Había escrito varias obras, pero a sus lozanos 69 años quería subir al escenario.
Contactamos con los responsables de Focus y viajé con Daniel Martínez de Obregón y Jordi González en varias ocasiones a verle en su dúplex madrileño próximo a las Descalzas Reales. Joan Ollé, que rápidamente se entendió con él a las mil maravillas, fue designado director, y Aitana Sánchez Gijón la elegida por el novelista para compartir escena. El Teatre Romea se preparó para abrir con La verdad de las mentiras un nuevo episodio en la trayectoria del peruano.

Àlex Garcia
Vargas Llosa se inspiraba en la experiencia de Alessandro Baricco, que en su academia turinesa leía textos literarios, a veces junto a una actriz, acompañados con música. Ollé le convenció de ir más allá, teatralizar a fondo. No se trataba de leer sino de narrar y actuar, sin demasiado guion previo.
El espectáculo, que tomó el título de un célebre ensayo del autor, se centró en un fragmento del Quijote y en relatos de Faulkner, Onetti, Borges y Dinesen.
Implicó una semana de ensayos intensos, celebrados el primer día con una cena en el Botafumeiro con los Vargas Llosa, Aitana Sánchez Gijón y su madre, y Basilio Baltasar de Alfaguara. Se comentó allí la fisonomía multicultural que estaba adquiriendo Barcelona, así como el viaje del escritor a Israel, que le llevó hacia una posición más favorables a los palestinos.
Vargas Llosa, siempre simpático y encantador, contaba mil historias y anécdotas, como anticipando la función que le esperaba. Pero expresó su inquietud por el debut: “Como actor –confesaba- tengo miedo que me ocurra como al personaje de La tia Julia y el es cribidor, que se me crucen los papeles entre un cometido y otro”.
El 5 de octubre tuvo lugar el estreno, con gran éxito. Una hora y cuarenta minutos de celebración de la palabra, con acompañamiento musical de Toti Soler. Y el día 6, tras la segunda y ultima representación, hubo otra cena memorable en el restaurante Antigua, que empezó después de la una de la madrugada. El escritor explicó que antes de la función, había recibido una carta de Enric Marco, el impostor de la Amical de Mauthausen. Marco había leído el artículo que escribió sobre él y no le gustó. Compró una entrada pero no pensaba ir, de modo que habría una silla vacía en el teatro.
La feliz sintonía de Vargas Llosa, Ollé y Sánchez Gijón se repitió: en los años siguientes representaron por toda España otros tres espectáculos conjuntos a partir de clásicos literarios: Las mil noches y una noche, Odiseo y Penélope y Los cuentos de la peste, y uno a partir de la obra original La chunga.
Volví a ver a Vargas Llosa en mayo de 2012. Se celebraba el 300 aniversario de la Biblioteca Nacional de España, y el escritor peruano se prestó a reflexionar sobre la lectura y la literatura dentro del ciclo “El libro como universo”. Y un año más tarde, en septiembre de 2013, Carmen Balcells nos invitó a mi mujer, Mey, y a mí a comer con los Vargas Llosa.
Se habló en ese almuerzo del papa Francisco, que aunque llevaba poco tiempo ya estaba renovando la iglesia de Perú, y del proceso independentista catalán, que tanto él como la agente literaria veían con muy malos ojos. Recordó a Martí de Riquer, que acababa de morir y al que consideraba el último humanista europeo. Patricia Llosa, como en los encuentros de la semana teatral, hablaba poco pero estaba muy atenta.
En junio de 2022 vino a Barcelona a presentar su último libro, La mirada quieta de Pérez Galdós . Moderé su charla con Javier Cercas en la biblioteca Jaume Fuster y fuimos luego con sus editores de Penguin a Roig Robí. En la biblioteca y cena posterior constaté que Vargas Llosa tenía problemas auditivos –me dijeron que no quería ser visto con audífonos– y había perdido una parte de su brillantez legendaria. El tiempo empezaba a pesar sobre el gigante que tan bien había envejecido hasta entonces.
De vuelta a casa releí el artículo que Mario había dedicado a La verdad de las mentiras: “ Debo muchas cosas a Barcelona. Haber visto publicado mi primer libro de cuentos, gracias a un grupo de médicos aficionados a la literatura (…) Haber visto publicada mi primera novela, que el editor Carlos Barral promocionó por todo el ámbito de la lengua. Haber puesto mis libros (y casi casi mi vida) en las manos pródigas de Carmen Balcells. Y haber pasado allí, entre 1970 y 1974, unos años exultantes, de amistad, ilusiones y trabajo creativo que siempre recuerdo con nostalgia. Ahora le debo haber visto de adentro, por dos noches inolvidables –muerto de miedo y de felicidad– ese mundo aparte y mágico del teatro”.
Sí, aquellas de octubre del 2005, con motivo de La verdad de las mentiras, habían sido dos noches inolvidables.
Cultura