Dinero, crucifijos y mentiras: así manipula Vladimir Putin a los presidentes de Estados Unidos

El mandatario ruso lleva años ‘cultivando’ al magnate republicano a través de los negocios y ahora ha jugado con su ego para distanciar a Washington de Kiev y Bruselas Leer El mandatario ruso lleva años ‘cultivando’ al magnate republicano a través de los negocios y ahora ha jugado con su ego para distanciar a Washington de Kiev y Bruselas Leer  

Durante 25 años, Vladimir Putin ha desconcertado a los presidentes estadounidenses que le han estrechado la mano. Todos han intentado descifrarlo. Y todos, aunque cada vez en menor medida, lo han malinterpretado una y otra vez.

A diferencia de Donald Trump, Putin estudia a sus interlocutores. El muy religioso George W. Bush se sentó frente a él por primera vez en Eslovenia en 2001. En privado lo había llamado «tipo frío» antes de conocerlo. Putin estaba al tanto del comentario. Así que, en su primera cita, le contó al norteamericano una historia maravillosa. En 1996, Putin perdió la casa de verano que había pasado años construyendo cerca de San Petersburgo. Ardió ante sus ojos, devorando el fuego todo lo que había en su interior, incluido un maletín con todo el cash en dólares que los Putin habían acumulado durante los años que trabajó en el Ayuntamiento de San Petersburgo. Cuando los trabajadores despejaron las ruinas, encontraron intacta entre las cenizas una cruz de aluminio bendecida ante la tumba de Jesús en Israel. Putin se la había quitado para relajarse en la sauna de la dacha, dejándola olvidada en su huida de las llamas. En la recta final de aquel verano tan difícil -acababa de perder su empleo como vicealcalde de San Petersburgo tras la derrota electoral de su jefe-, consideró ese hallazgo entre las cenizas como una revelación. Y nunca volvió a quitarse esa cruz. Años después, al escuchar esa historia de sus labios, Bush quedó conmovido: dijo que lo había mirado a los ojos y había «visto su alma». El 11-S, Putin fue el primero en llamarlo: encontraron un enemigo común, y así el republicano cerró los ojos ante la crueldad de Putin en Chechenia. Cuando, en sus últimos meses en el cargo, Bush criticó la intervención rusa en Georgia en 2008, Putin le dijo: «Yo también tengo sangre caliente».

Aunque a Occidente le encanta presentar a Putin como un perfecto agente del KGB, él se define como «un experto en relaciones humanas». Se adapta a cada interlocutor, sea duro con Rusia, como el último Biden; o partidario de un reinicio, como el primer Obama; parezca santurrón, como Bush; o pecador, como Trump, con quien ha encontrado un filón.

Vladimir Putin pesca con George W. Bush (d) en Maine, en 2007.
Vladimir Putin pesca con George W. Bush (d) en Maine, en 2007.EFE

Moscú ha estado cultivando relaciones con Trump durante décadas. La Rusia de los noventa simboliza la jungla de dinero fácil, sin demasiadas cortapisas legales para los despiadados y audaces. Los tratos como única ley. Ese es el campo de juego favorito de Trump, quien registró marcas en Rusia en esos años tratando de hacer grandes negocios allí. Su hijo, Donald Jr., admitió en 2008 que tenían «mucho dinero fluyendo desde Rusia».

Putin lleva tiempo manipulando el frágil ego del actual presidente estadounidense. Juega con la convicción de Trump de que le robaron las elecciones de 2020. Trump es el único presidente de Estados Unidos que ha hablado de su pene en público, y Putin elogió su reacción varonil ante el intento de asesinato del año pasado, afirmando que actuó «como un hombre de verdad».

El origen del bromance está en que ambos se posicionan en contra de la versión actual de Estados Unidos como país. Desde el alza de los hidrocarburos y el pago de la deuda externa en su primer y segundo mandato, un Putin más asertivo se ha esmerado en el menoscabo del poder norteamericano en el mundo. Trump irrumpió en política venciendo la resistencia de ese establishment: triunfó pese a las críticas de los medios, entre el menosprecio de republicanos y la desconfianza de los donantes, y a pesar de las trabas de la justicia. Ve la política como una pelea con enemigos, no rivales. Si a sus enemigos los ha encumbrado un sistema democrático liberal que a él lo ha llevado a juicio, ese sistema debe ser derrumbado junto con sus enemigos.

Cuando Rusia fue acusada de intentar hackear las elecciones en las que se enfrentaban Hillary Clinton y Trump, muchos analistas mostraron su preocupación por las grietas del sistema democrático de Estados Unidos. Tal vez no se prestó suficiente atención a cómo esa controversia secuestró para siempre la mente de Trump, que denunció la victoria de Biden en 2020 y el proceso judicial contra él como un «fraude» y una «caza de brujas». Su desprecio por la democracia liberal norteamericana sólo puede hermanarlo con los rusos que quieren destruirla.

Putin pudo comprobar que su manipulación de Trump estaba yendo mucho más lejos de lo soñado en la cumbre de Helsinki de julio de 2018. Trump se puso del lado de Putin y lo apoyó públicamente en contra de sus propias agencias de Inteligencia. Cuando le preguntaron sobre la interferencia rusa en las elecciones, Trump afirmó: «El presidente Putin fue firme y convincente en su negación». El líder ruso bebe de la información de sus servicios de Inteligencia, una fuente de información que Trump minusvalora, porque está más interesado en decir que en saber. Trump no deja de producir contenido; Putin, de absorber información.

Los rusos usan un refrán, «Glasa bayatsya, a ruki delayut«, («los ojos tienen miedo, pero las manos actúan»), para referirse al valor que nace ante las tareas difíciles. La Rusia que Putin heredó de Yeltsin era una potencia devaluada. Ahora, el líder ruso contempla cómo es el imperio norteamericano de Trump el que se retrae, reduciendo la proyección de su fuerza militar o encastillándose en el proteccionismo.

Mijail Komin, politólogo del Centro de Análisis de Políticas Europeas (CEPA), describe a EL MUNDO la estrategia negociadora en tres fases con la que Putin ha tendido a Trump su emboscada en Ucrania. Primero, hacer «concesiones menores para mantener el interés de Washington en las negociaciones y darle a Trump la oportunidad de mostrar que avanza hacia un acuerdo de paz». En segundo lugar, estancarse: «Dado que las negociaciones en curso entre Estados Unidos y Rusia benefician al Kremlin porque permiten a Rusia ‘corregir’ su imagen internacional y lograr una quiebra en la alianza transatlántica, a Moscú le conviene prolongar el proceso tanto como sea posible».

Putin no está interesado en la culminación de las conversaciones. «Cree que puede seguir presionando con éxito a Ucrania con fuerza militar en el campo de batalla», añade Komin. Por eso «Putin espera prolongar estas negociaciones al menos hasta que se agote el último paquete de ayuda estadounidense, y como mientras no se está discutiendo un nuevo paquete, debilitará las capacidades de defensa de Ucrania».

El tercer elemento de esta táctica es «el intento del Kremlin de conseguir historias atractivas que beneficien tanto a la propaganda rusa como a su imagen internacional»: el hecho de que la llamada entre Putin y Trump fuese la más larga de la historia, la supuesta espera que infligió a Trump el líder ruso -que se retrasó aprovechando de una reunión de empresarios rusos- o el proponer un partido de hockey entre las dos potencias. En definitiva, aprovechar el escenario que aporta la atención prestada por Estados Unidos para proyectar su imagen de poder al mundo, a pesar de tener una economía apenas más grande que la de Brasil y mucho más pequeña que la de California.

Komin cree que Putin ha intentado «manipular» o mejor dicho «jugar», con prácticamente cualquier líder mundial, no sólo con Trump. En el vocabulario de los servicios de Inteligencia rusos lo llaman «poner bajo desarrollo operativo activo».

Trump recibe un balón del Mundial de Rusia 2018 de parte de Putin, en Helsinki.
Trump recibe un balón del Mundial de Rusia 2018 de parte de Putin, en Helsinki.EFE

Putin llegó al poder cuando Bill Clinton era ya un pato cojo, agotando su último mandato. Sentía por él algo de desdén, porque consideraba que había embaucado a su antecesor, Boris Yeltsin, con un epílogo humillante de la Guerra Fría. Le dispensó una amabilidad calculada, evitando negociar nada hasta que llegase el siguiente presidente.

Sentados uno frente a otro, Putin incluso se esforzó hablando en inglés -había estado recibiendo clases- y lo invitó a un concierto de jazz, sabedor de que Clinton toca el saxofón. Antes, jugó con él disparándole a bocajarro la descabellada idea de que Rusia podría unirse a la OTAN. Clinton quedó muy sorprendido, miró a sus asesores sin recibir ninguna ayuda y contestó: «En lo que a mi respecta, en lo personal, lo apoyaría». Al entorno de Putin les encanta contar esta historia, recalcando que Clinton estaba tan poco seguro de lo que estaba diciendo que repitió «en lo personal» tres veces. Cuando regresó a Washington, Clinton dijo que Putin tenía potencial como «reformista» enérgico. Pero sí intuyó que «podría ser retorcido con la democracia».

Komin cree que, a la hora de juzgar los superpoderes del ex agente del KGB, debemos tener presente que la capacidad de Putin para manipular a sus interlocutores en Occidente está disminuyendo con el tiempo. Pero ahora este enfoque manipulador ha vuelto a funcionar para Trump y la Administración republicana en general, «porque carecen de experiencia en relaciones internacionales y, en particular, en las relaciones con Rusia, y han eliminado de su entorno a la mayoría de las personas que podrían saberlo». Ante cada presidente de EEUU, Putin ha jugado la baza del agravio -siguió presentando a Occidente como un ente agresivo que se expande, incluso después de anexionarse él mismo Crimea- de modo que es su nuevo interlocutor el que busca siempre una nueva fórmula para lidiar con él, deshaciendo en parte el trabajo del anterior.

Putin dice que en el KGB aprendió a «establecer diálogo con el contrario, que sienta que hay algo en común». Barack Obama encontró ese algo, pero no era una historia de Putin, sino uno de sus hombres: Dimitri Medvedev. Presidente suplente durante cuatro años, visitó Silicon Valley, recibió un iPhone y habló de una Rusia business-friendly. El vicepresidente Joe Biden propuso un reinicio en las relaciones, y Obama comentó a su entorno que Medvedev podría encarnar una nueva Rusia y dejar atrás lo «viejo» que representaba Putin. Se equivocaban.

Barack Obama (i) conversa con Putin, durante un desayuno de trabajo en Moscú, en 2009.
Barack Obama (i) conversa con Putin, durante un desayuno de trabajo en Moscú, en 2009.EFE

Putin volvió y siempre despreció a Obama y Biden. Representaban el vicio demócrata de promover valores donde nadie los ha pedido. Biden fue un caso más enconado: era el único presidente que no llegaba de nuevas, tras ocho años como vicepresidente en los que, además, supervisó Ucrania.

Biden levantó las sanciones al Nord Stream 2. Meses después, Putin empezó a concentrar tropas junto a Ucrania: demasiadas para un simple ejercicio, pero insuficientes para una invasión exitosa. Biden no cayó en el embuste y divulgó sus datos de inteligencia, mientras Putin negaba lo que justificaría después: la guerra.

El flechazo ruso de Trump tiene dos ingredientes básicos: su afán por el poder y su afán por el dinero. Antes de las elecciones de 2016, mostró su admiración por Putin en una entrevista con la NBC: «Tiene un control muy fuerte sobre su país». «Dos cosas impresionan sobre todo a Trump: el poder sin las complicaciones de la democracia liberal y la reverencia casi religiosa del pueblo, que sólo un sistema autocrático puede imponer», explica Carsten Luther, editor de internacional de Zeit Online. Para Trump, Putin encarna ambas cosas.

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