En los años que transcurrieron entre la muerte del sanguinario dictador y la de una democracia muy deseada –y muy decepcionante para quienes pasaron 37 años soñando- se abrió un espacio donde todo parecía posible, incluso celebrar un gran festival de música y contracultura cuando Franco seguía vivito y fusilando. Eso fue y representó el Canet Rock, que reunió a 25.000 personas entre los días 26 y 27 de julio de 1975 para compartir lo más novedoso de aquella escena musical protagonizada por Pau Riba, La Companyia Elèctrica Dharma, Maria del Mar Bonet, Barcelona Traction, los andaluces Lole y Manuel, la orquesta Platería o un Jaume Sisa presente en espíritu, pero vetado por las autoridades. Doce horas de música y libertad para soñar que, en su 50 aniversario, recuerdan un libro y una exposición fotográfica firmados respectivamente por Donat Putx y Francesc Fàbregas.
Un libro y una exposición recuerdan la cita musical y contracultural celebrada el 26 de julio de 1975
En los años que transcurrieron entre la muerte del sanguinario dictador y la de una democracia muy deseada –y muy decepcionante para quienes pasaron 37 años soñando- se abrió un espacio donde todo parecía posible, incluso celebrar un gran festival de música y contracultura cuando Franco seguía vivito y fusilando. Eso fue y representó el Canet Rock, que reunió a 25.000 personas entre los días 26 y 27 de julio de 1975 para compartir lo más novedoso de aquella escena musical protagonizada por Pau Riba, La Companyia Elèctrica Dharma, Maria del Mar Bonet, Barcelona Traction, los andaluces Lole y Manuel, la orquesta Platería o un Jaume Sisa presente en espíritu, pero vetado por las autoridades. Doce horas de música y libertad para soñar que, en su 50 aniversario, recuerdan un libro y una exposición fotográfica firmados respectivamente por Donat Putx y Francesc Fàbregas.
“Son años particularmente fértiles en propuestas de cierta personalidad”, apunta Donat Putx, crítico musical de esta casa y autor del libro Canet Rock, mig segle de música i follia (Enderrock llibres) donde rememora las cuatro ediciones del festival celebradas entre 1974 y 1978, así como el regreso de la marca a partir del 2014 con otro formato. “Se visibilizó una escena musical muy creativa articulada alrededor de Zeleste pero no sólo allí”, apunta, “así como una serie de tribus creadas alrededor de la música, toda esa amalgama de contracultura”. En palabras de Joan Fortuny, de la Dharma, “fue como si nos contásemos, y hasta aquel momento no sabíamos que éramos tantos!”.

El de Canet fue el primer gran festival de música moderna celebrado en la Península, donde los únicos precedentes se remontaban al Festival de Folk del parque de la Ciutadella, en 1968, o el festival de música progresiva celebrado en Granollers en 1971. Fuera de nuestras fronteras se habían celebrado los míticos festivales de Woodstock (1969) o de la isla de Wight (1968-70), aunque para Putx no son comparables porque se trataba de “otro tiempo, otra escena”, la catalana en un lado y la anglosajona en el otro, y entre medio sucedieron demasiadas cosas durante unos años muy convulsos.
En el origen del festival se encontraron los creadores de la sala Zeleste, inaugurada tan sólo dos años antes y cuna de la Ona Laietana, con la empresa Pebrots Enterprises, vinculada al grupo musical La Trinca y responsable de organizar en la misma Canet las Sis Hores de la Cançó. Los de Barcelona pusieron la propuesta musical y “los de Canet”, como les llamaba Víctor Jou, fundador de Zeleste, se encargaron del terreno y la estructura.
Esta “estructura” giraba en torno a un escenario construido sobre un montículo de arena, sin fondo en la parte trasera y con una potencia de sonido más bien discreta, de 2.500 watts, insuficientes para sonorizar el espacio disponible. “Lo hicieron sin grandes referentes”, afirma Putx citando a Rafael Moll, otro miembro de la camarilla Zeleste, “trabajaron sobre la marcha” y sin un gran capital, acordando que entregarían un tercio de los beneficios a los músicos, quienes a su vez se lo repartirían proporcionalmente, sin importar el prestigio de cada uno.
Más allá de lo musical, Canet fue el punto de encuentro de una generación imbuida por el movimiento hippie, el mayo del 68 y otras utopías que florecieron en aquellos años, y que tuvieron su espacio en la rambla de casetas que se instaló frente al escenario, donde se pudo comprar, vender, regalar e intercambiar. “No era algo político, aunque allí todo el mundo estaba en contra de la dictadura, sino algo más vital, que pensaba en cambiar el mundo y la manera de estar en él”, comenta el autor.

Francesc Fàbregas
“Nosotros montamos el chiringuito de El Rrollo Enmascarado”, recuerda Javier Mariscal, coautor del considerado como primer cómic underground. “A Nazario se le ocurrió la idea de comprar olivas con hueso, dibujó unos culos y quien tirara el hueso dentro le daban una La piraña divina, que era el único cómic de verdad underground que se hizo. Era completamente ilegal. Tenía historias muy explícitas de sexo y de lo que ahora se dice gay, pero antes se decía de maricones”, explica. El chiringuito se redondeaba con la venda de otros productos: “chocolate, porros, tripis, un poco de todo”, y una tienda de campaña donde durmieron Lole y Manuel. Un oasis de libertad rodeado por la Guardia Civil que Max Sunyer, miembro por aquel entonces de Iceberg, comparaba a un parque infantil. “La policía no entró en el recinto pero se les veía. Dentro del festival era un territorio libre, 12 horas durante las que Franco estuvo muerto, una ficción muy bonita”.
Todas estas utopías acabaron con la llegada de la democracia y la imposición de normas de convivencia concretas que, a cambio, cortaban y mucho las alas de los soñadores. No es casualidad que el primer Canet Rock tenga lugar cuatro meses antes de que muera Franco, mientras que el último se llevó a cabo en septiembre de 1978, menos de tres meses antes de votar la constitución. “Estos festivales se celebran mientras muere un régimen y nace otro, hay aquí un interregno desordenado, caótico, convulso, que no debemos idealizar pero que fue muy divertido, todo parecía posible”, comenta Putx.

Francesc Fàbregas
Del primer Canet quedarán en la memoria actuaciones como la de Pau Riba, enfundado en un ajustado bañador azul, que indignó incluso a algunos de los congregados. También fueron memorables las de Lole y Manuel, que descubrieron el nuevo flamenco a miles de jóvenes, o la Companyia Elèctrica Dharma en colaboración con Els Comediants, que llenaron el escenario de gigantes y cabezudos. “En la foto se ve más a los cabezudos que a la Dharma” recuerda entre risas Francesc Fàbregas, testimonio directo del festival y autor de la exposición fotográfica sobre el primer Canet Rock que desde este sábado puede verse en el Ateneu de Sant Just Desvern. “El festival representó un paso adelante muy fuerte para nuestra generación por todo lo que venía de fuera, Woodstock o Wight”, con el añadido de que aquí se celebró durante una dictadura, “ese es su gran mérito, conseguir el permiso para celebrarlo”.
No hubo permiso, sin embargo, para Jaume Sisa, vetado por unas declaraciones que la “autoridad competente” tomó por anarquistas. “El mito de Qualsevol nit por sortir el sol nació allí en gran parte”, destaca Putx. Y es que la ausencia del cantautor galáctico fue recordada cuando, en el turno que debía cantar, se colocó una silla vacía sobre el escenario mientras sonaba el tema por los altavoces y todo el público cantaba la canción. Cuentan que Sisa, presente en el festival, se emocionó al ver la escena, y horas después, cuando ya salía el sol, Manel Joseph recuerda cómo interpretó él solo con una guitarra El setè cel. “Estaba rodeado de sus amigos, algunos del público y toda la basura del festival, fue precioso” recuerda el vocalista de la orquesta Platería.
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Sisa estuvo presente en la segunda edición del festival, ataviado con un traje negro y barretina blanca. Alrededor de 20.000 personas acudieron aquel 1976, con un cartel poblado de nuevo por bandas catalanas y un equipo de música mejorado, elaborado a mano por la propia organización, como recuerda Josep Maria Mainat en el libro: “hicimos las cajas de madera, compramos los altavoces en Italia”, un trabajo que les llevó meses. “Era una cosa familiar”, recuerda Manel Joseph, que además de actuar en las tres primeras ediciones participó de la organización por sus vínculos con Zeleste. “Yo mismo transporté un piano, lo fuimos a buscar a la sede de Pebrots y lo llevamos en un caminó Ebro descubierto, todos en la parte de atrás aguantando el instrumento”.

Francesc Fàbregas
La primera época del Canet Rock concluyó en 1978 después de un cambio de rumbo que llevó al festival artistas internacionales como Blondie o Ultravox, mientras los servicios de seguridad no lograban evitar que la mayoría de los 30.000 asistentes accedieran al recinto sin pasar por taquilla. Fue un fin de ciclo, los festivales al aire libre ya no eran tan excepcionales, la escena musical había cambiado como demuestra el primer festival punk de la Aliança del Poblenou, en 1977. Se produce una mutación de la sociedad a todos los niveles que afecta al propio festival. “Quizá se podría haber mantenido la convocatoria”, especula Putx, “pero no con aquel halo de excepcionalidad”.
Es lo que sucedió con la segunda época del Canet Rock, que desde el 2014 se celebra en el Pla d’en Sala con éxito de público. “Es la recuperación de la marca, pero el planteamiento ha cambiado tal y como el ecosistema musical y la sociedad lo han hecho desde los 70”. Si el objetivo del primer Canet era crear escena, el actual –organizado por la promotora Sunmusic- es ser “el final del trayecto” de las bandas, donde actúan cuando están consagradas. Otro tipo de festival para otro tipo de tiempos en que los jóvenes, en lugar de querer romper con la forma de vida de sus padres, se quejan de no poder vivir como ellos.
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