Bretton Woods: el sueño de una estabilidad financiera para un mundo en cenizas

Donald Trump baraja sacar a Estados Unidos del FMI y el Banco Mundial, las organizaciones creadas en 1944 para intentar romper el círculo vicioso del periodo de entreguerras que había aupado a los extremismos y arrasado continentes Leer Donald Trump baraja sacar a Estados Unidos del FMI y el Banco Mundial, las organizaciones creadas en 1944 para intentar romper el círculo vicioso del periodo de entreguerras que había aupado a los extremismos y arrasado continentes Leer  

A finales de abril, miles de líderes mundiales, ministros, diplomáticos y banqueros centrales viajaron a Washington para las tradicionales reuniones de primavera del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En la agenda estaban las dudas sobre la economía global, la inestabilidad geopolítica y el caos en los mercados, pero sobre todo algo completamente impensable hasta ahora: la posibilidad de que Estados Unidos decida abandonar ambos organismos y poner punto final al sistema que diseñó casi a su medida hace 80 años.

Donald Trump cree que, en la economía, como en la política o en la vida, no hay términos medios y todo es un juego de suma cero. Si otros ganan, la única conclusión posible es que él está perdiendo. Y como la economía estadounidense es la más grande y fuerte del planeta, si hay países que se han enriquecido en paralelo o más, es porque han «abusado y violado». «Hemos sido saqueados y expoliados por naciones cercanas y lejanas, tanto amigas como enemigas (…) por líderes extranjeros que nos roban el empleo, estafadores extranjeros que saquean nuestras fábricas y carroñeros extranjeros que han destrozado nuestro otrora hermoso sueño americano», afirmó en el día bautizado como el de la «liberación», imponiendo aranceles a todos sus socios comerciales e hiriendo casi mortalmente a la Organización Mundial del Comercio.

Trump no hablaba de una afrenta específica, sino que hacía una enmienda a la totalidad al mundo salido de la Segunda Guerra Mundial. De todas sus mentiras, exageraciones, invenciones y fantasías, la que sostiene que el siglo XX ha sido negativo para Estados Unidos, y que el libre comercio, la globalización y el sistema que sus predecesores levantaron ha resultado perjudicial para los norteamericanos es, sin duda, de las más increíbles.

A finales de junio de 1944, 730 delegados de 44 naciones empezaron a llegar a la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas en el hotel Mount Washington, en la montañosos localidad de Bretton Woods, en New Hampshire. El objetivo, apenas unas semanas después del Desembarco de Normandía, era intentar consensuar los fundamentos de un nuevo orden económico de posguerra para articular un verdadero sistema monetario y financiero internacional. Uno capaz de reforzar la estabilidad y que permitiera a un continente devastado recuperarse de la mayor sangría de la Historia.

La guerra, todavía activa, dejó millones de muertos y bancarrotas generalizadas, pero los problemas económicos venían de lejos. La primera mitad del siglo había estado caracterizada por proteccionismo, devaluaciones agresivas, tipos de cambio inestables. De Bretton Woods salió el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Salió un sistema de tipos de cambio fijos (pero ajustables), centrado en el dólar estadounidense, y controles de capital. Surgieron casi tres décadas de alto crecimiento y tipos de interés e inflación moderados. Pero surgió, sobre todo, una idea: una cosmovisión que ha dado forma desde entonces al comercio, las relaciones y la geopolítica mundial.

Los delegados reunidos en New Hampshire «buscaban crear un sistema que no sólo evitara la rigidez de los sistemas monetarios internacionales anteriores, sino que también abordara la falta de cooperación entre los países en dichos sistemas», en palabras de Sandra Kollen Ghizoni, investigadora de la Reserva Federal de Atlanta. La ironía es que ese marco de estabilidad y cooperación -esa idea de que, en la economía y las finanzas, mejor le va a cada actor individual cuanto mejor le vaya al conjunto- surgió de una cita que, a pesar de las apariencias, fue cualquier cosa salvo armoniosa.

El Departamento del Tesoro de EEUU, con Harry Dexter White (un primer espada que espiaba para los rusos) a la cabeza, buscaba descartar al Reino Unido como rival futuro y establecer la supremacía del dólar. El legendario John Maynard Keynes, deseoso de introducir una moneda global de su propio diseño -el Bancor-, y consciente de los errores cometidos por las grandes potencias en 1918 en Versalles, tenía como objetivo preservar la posición global de su nación, así como sus preferencias comerciales dentro del área de la libra esterlina. «Profundamente endeudado con Estados Unidos tras la larga y costosa Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido inevitablemente perdió la batalla», explica Bell Steil en su libro La batalla de Bretton Woods. John Maynard Keynes, Harry Dexter White y cómo se fraguó un nuevo orden mundial.

Estados Unidos tenía todas las cartas y, aun así, no dudó en un ardid final. En los últimos compases de la conferencia, Dexter White y su equipo reemplazaron la frase «oro» por «oro y dólares estadounidenses» en el último borrador acuerdo, consagrando así la moneda estadounidense como medio de intercambio internacional. Keynes acabaría confesando que no leyó la versión final del documento que firmó, cuenta Steil.

En su monumental Postguerra, el historiador Tony Judt explica cómo las nuevas instituciones internacionales fueron uno de los elementos esenciales de la política estadounidense, que «las había contribuido a crear y cuyo éxito deseaban sinceramente». En el centro estaba la ONU, pero «fueron los organismos financieros y económicos relacionados con Bretton Woods los que quizás revistieron mayor importancia para los responsables políticos de entonces». Siguiendo la filosofía de Adam Smith, los americanos pensaban que, igual que «no es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de donde esperamos nuestra comida, sino de su interés por sus propios intereses», lo mismo ocurría a nivel de organizaciones internacionales.

A sus ojos, «el desastre económico de los años de entreguerras parecía constituir la causa raíz de la crisis europea y mundial». Y, a menos que se lograra que las divisas fueran convertibles y los diversos países «estuvieran dispuestos a beneficiarse mutuamente del incremento del comercio», no había nada que pudiera evitar la vuelta de los terribles días de septiembre de 1931, cuando el sistema monetario posterior a la Primera Guerra Mundial se desmoronó por completo. Los delegados querían algo menos rígido que lo existente hasta entonces, y menos deflacionario que el patrón oro, pero «más fiable y recíprocamente sostenible que un sistema fluctuante de divisas».

Pero si bien todos los participantes parecían coincidir en los ambiciosos objetivos del nuevo sistema, los planes para implementarlos diferían. Los preparativos comenzaron más de dos años antes de la conferencia, y grupos de expertos celebraron innumerables reuniones bilaterales y multilaterales para alcanzar un enfoque común. Incluso tras la firma, la aplicación fue más que progresiva. Francia o la propia Gran Bretaña se resistían, y la plena convertibilidad de la libra y el franco no se produjo hasta 1958 y 1959, seguidas del marco alemán y la lira italiana poco después.

Pero lo que nació en 1944 fue, sobre todo, una filosofía: una forma de entender las relaciones completamente revolucionaria. Algo que implicaba no sólo darle cierta voz y voto a cierta injerencia supranacional en los asuntos domésticos, sino también, a través de la Organización Mundial del Comercio y un Acuerdo General sobre Aranceles, pactar cesiones, códigos de prácticas comerciales y procedimientos para intentar resolver disputas; algo que, con mayor o menor éxito, se han aplicado durante 70 años.

Muchos análisis de éxito se reducen a los aspectos estadísticos. Pero si en el caso de la Unión Europea cualquier examen de resultados debe empezar por el hecho de que sus miembros no han ido a la guerra ni han resuelto sus diferencias por la fuerza en casi un siglo, el balance de Bretton Woods va más allá de algunos rescates, informes anuales o rigorismo macroeconómico.

«Para los 730 asistentes, lo que estaba en juego era inmenso. Los expertos económicos creían que la tarea de prevenir una Tercera Guerra Mundial estaba, en última instancia, en sus manos. Los 30 años de historia anteriores pesaban sobre ellos. Desde la paz de Versalles, conocían íntimamente cómo las naciones profundamente endeudadas se radicalizaban. Sabían que los intentos de reinstaurar el patrón oro, que habían finalizado en 1914, habían generado inestabilidad financiera internacional durante la década de 1920. Sabían que la infección fascista se había fortalecido con la inseguridad económica, y que la depresión mundial que azotó la década de 1930 convirtió el militarismo agresivo en una vía atractiva y eficaz para resolver problemas económicos como el desempleo y la escasez de recursos naturales. Ahora, en medio de una guerra en escalada, estaban allí para romper el círculo vicioso», ha escrito el historiador Keith Huxen.

A menudo se dice que el mundo de Bretton Woods acabó el 15 de agosto de 1971, cuando el presidente Richard Nixon anunció unilateralmente que Estados Unidos abandonaba el sistema de cambio fijo, lo que suponía que el dólar -el ancla del sistema financiero global- fluctuaría libre. Fue un shock, trajo inflación y muchos ajustes, además de una revolución en el mundo de las divisas, pero el mundo se acabó adaptando. Las instituciones siguieron funcionando, los consensos básicos se mantuvieron, con el FMI -un prestamista de última instancia como soñaba Keynes- supervisando los tipos de cambio y prestando divisas de reserva a las naciones con déficit de balanza de pagos, y con lo que ahora es el Grupo del Banco Mundial dando asistencia financiera para la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial y el crecimiento de los países menos desarrollados.

Hasta ahora. Hasta Donald Trump, que por primera vez baraja seriamente romper en pedazos décadas de consensos. «Organizaciones internacionales como la OCDE, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional promueven teorías y políticas económicas contrarias a los principios estadounidenses de libre mercado y gobierno limitado. Las élites globales que dirigen el FMI promueven regularmente el aumento de impuestos y un gobierno centralizado. El FMI ha intervenido en los debates sobre políticas estadounidenses, e incluso ha recomendado que Estados Unidos aumente los impuestos (…) El Departamento del Tesoro desempeña un papel importante en estas instituciones internacionales y debería impulsar reformas y nuevas políticas. Sin embargo, Estados Unidos debería retirarse tanto del Banco Mundial como del FMI y poner fin a su contribución financiera a ambas instituciones», dice claramente el Project 2025, la hoja de ruta oficiosa elaborada por un grupo de think tanks y figuras destacadas del mundo conservador que ahora tienen papeles predominantes en la Casa Blanca y cuyo argumentario van aplicando paso a paso.

Estados Unidos empezó a alejarse de Europa y pivotar hacia Asia hace años. Sus recientes movimientos, que pueden suponer también un cambio histórico en la ONU o la OTAN, anticipan un cambio sin precedentes en el sistema económico y financiero internacional. Con la posibilidad de un mundo en el que el dólar ya no esté en el centro, el dominio de las instituciones financieras occidentales queda en el aire, mientras se configura un orden económico más fragmentado y menos coordinado. Si bien este nuevo panorama abre escenarios sugerentes para regiones y potencias hasta ahora de segundo nivel, también conlleva un claro riesgo para «la coherencia, la previsibilidad y los estándares que las instituciones globales, por imperfectas que fueran, alguna vez pretendieron proporcionar», avisa Fehrid Belhaj, ex presidente del Banco Mundial. Trump está dispuesto a abrir la caja, pero no sabe lo que hay dentro.

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